GARA > Idatzia > Iritzia> Gaurkoa

Aitxus Iñarra | Profesora de la UPV-EHU

La venganza

La satisfación de devolver el daño a quien ha ofendido, tan antigua como la mitología, es algo muy próximo en nuestra cultura, afirma la autora, pues tradicionalmente la educación incluía esa forma de sentir de la que el discurso de la Iglesia no ha sido ajeno y que llegó a transformarse en un modo de control legal, una forma de impartir justicia, que fue evolucionando pero que aún hoy día a menudo se guía por el afán de venganza. Iñarra argumenta contra esa forma de venganza y concluye proponiendo la forma más inteligente de venganza.

La venganza es un plato que se sirve frío». Este conocido proverbio es tan antiguo como la recurrente satisfacción de devolver el daño por la ofensa recibida. Antigua como la misma mitología, cuando se muestra con su rostro épico. La venganza es el motivo de la acción de muchos de los héroes o dioses de las leyendas o relatos mitológicos. En la mitología griega destacan las Erineas, que representan los seres que nunca descansan siempre gestionando o canalizando sin descanso el arduo desquite. Estas divinidades terribles, que habitan en la tierra profunda, eran invocadas por las maldiciones y las imprecaciones por parte de aquellos que no tienen a nadie que les vengue. Además la Erinea del que ha muerto asesinado no es sino su propia alma encolerizada, que viene a tomarse la venganza por su mano.

La venganza es, asimismo, algo muy próximo y vivido en nuestra cultura. Toda una serie de generaciones ha sido educada de manera más o menos abrupta o sutil en tan cruento sentir. Los discursos eclesiásticos instituidos han predicado durante siglos la ominosa venganza: el ojo por ojo, monopolio de la naturaleza divina del amenazador Yavhe bíblico. Monopolio compartido con su representante divino en la tierra, el monarca absoluto que tomaba a su antojo la justicia por su mano.

Sin embargo, la expresión de la venganza se ha transformado en una forma de control legal: una obligación legítima, una forma de impartir justicia. Un tercero, diferente al agresor y al agredido, que no es sino la instancia jurídica, es la que se encarga de que el daño causado sea resarcido. La expresión legislativa más contundente es la pena de muerte. Muy en boga en los sistemas penales, y que todavía en el siglo XVIII los teóricos reformistas franceses siguieron recogiendo bajo la ley del Talión, junto con otras propuestas, como la deportación, la humillación pública y el trabajo forzado. Aquélla se consideraba como el castigo ideal para que el individuo no pudiera causar daño a la sociedad, y pagara con la misma moneda. Así se proclamaba que se confiscarán los bienes de quien robó, o se matará a quien mató.

La justicia del estado de derecho plantea, sobre todo en lo que compete al ámbito del derecho penal, un sistema normativo que tiene como estrategia la represión y la integración. En este ámbito la pena ha de ser rehabilitadora, reparadora, reintegradora e igualitaria. El castigo sentenciado debe ser capaz de restablecer la igualdad mediante el resarcimiento, el pago del daño causado. Si bien la forma en que se administra funciona en la práctica más como mito, el mito de la justicia del estado. Este hecho resulta evidente en su comportamiento en lo que compete a la aplicación del otro, cuando éste es considerado enemigo. Es lo que se suele denominar como «la justicia del príncipe». Ésta conduce a la dominación o a una intervención coercitiva sobre el destinatario indeseable, sea como negocio o como una experimentación del placer en la aniquilación del otro. Se trata en ocasiones de una actuación que persigue la venganza. Tenemos numerosos ejemplos cercanos como la aplicación de la «doctrina Parot» o la cárcel de Guantánamo. Aunque la venganza puede ser más supuesta que real y encubrir otras motivaciones de tipo psicológico, económico o político.

Ante el deseo de venganza, ¿qué hacer? Sun Tzu, en «El arte de la guerra», nos lo explica en este texto: «Un soberano no puede convocar un ejército porque está enfurecido, ni un general pelear porque se siente agraviado. Porque mientras un hombre colérico puede recobrar su felicidad y un hombre agraviado puede llegar a sentirse satisfecho, un estado destruido no puede restaurarse, ni pueden los muertos ser devueltos a la vida».

Un soberano no puede declarar una guerra porque está enfurecido, ni un general aniquilar pueblos porque se siente agraviado. Se trata en la práctica de no dar rienda suelta a un deseo que no va a conducir al éxito de acuerdo a la máxima: no hagas la guerra que no puedas ganar. Pero existe, además, una motivación más noble: diferenciar entre la satisfacción de mi deseo y el efecto de éste; ya que el deseo individual, como cualquier deseo, puede cambiar: así, un hombre colérico puede recobrar su felicidad, y un hombre agraviado puede llegar a sentirse satisfecho. Sin embargo, los efectos de la acción desencadenados por ese deseo recaen sobre otros y pueden ser funestamente inmodificables, por ello: un estado destruido no puede restaurarse, ni pueden los muertos ser devueltos a la vida.

El deseo de venganza es para el que se siente ofendido o agredido una fuerza cegadora e implacable que le inunda y arrastra. De hecho, el deseo de venganza convierte al vengador en esclavo de ese impulso y en objeto de su propio destructivo sentir. Ella refuerza el mundo de la violencia convirtiéndolo en una rueda de constante agresión y desquite. Es decir, un círculo sin término en el que se suceden, alternativamente y sin cesar, las dos figuras recurrentes de la historia de la humanidad: el agresor y la víctima.

Las razones de tal resarcimiento son numerosas y diversas: amorosas, familiares, crematísticas, por honor... tantas, como lo son las variadas emociones destructivas que le acompañan, sean el miedo, el odio, la ira, la envidia, los celos o el despecho. Todas ellas incitan a la vendetta. Vinculada al arraigado rencor, la venganza no es sino un dolor no asumido, retenido, no liberado, el rumor sordo de una herida no cerrada. El deseo de aquélla responde a la respuesta mecánica del patrón placer-dolor. Una respuesta que se convierte en mórbida cuando el vengador pretende sacar un provecho infinito mediante el desquite repetitivo hasta conseguir la total aniquilación del otro. Algo que sólo puede materializarse desde el dominio, cuando el vengador se halla en una situación de poder.

Hay veces también que, sin uno pretenderlo, puede convertirse en merecedor de tal objeto. En este caso la víctima, sin haber sido agresora, se ha convertido en objeto de la venganza, algo ideado y proyectado por un delirio del otro. Ejemplo de ello se da en numerosos casos de la denominada violencia de género. El caso de un celópata que agrede a su pareja por el agravio de ésta, cuando la ofensa sólo existe en la mente del agresor.

Bajo el rumiar del tiempo la venganza indaga en la búsqueda del dolor ajeno que además suscita el dolor propio. Por ello aunque «la venganza es un plato que se sirve frío» preferimos, estimado lector, lo que dice Cantona en el film «Buscando a Eric»: «la venganza más noble es el perdón». El perdón se convierte así en la venganza más inteligente, sea porque el que ha sufrido el daño no se ha sentido ofendido, o porque ha sido capaz de trascender la ofensa. Algo que conlleva la superación de devolver el dolor que uno siente. Es entonces cuando el sentir de uno se transforma y la relación de víctima y agresor desaparece.

Imprimatu 
Gehitu artikuloa: Delicious Zabaldu
Igo