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ANÁLISIS | MUAMAR AL GADAFI

Un viejo camaleón abandonado a su suerte

Muamar al Gadafi supo durante muchos años mimetizarse con nuevos modelos o situaciones, desde el panarabismo de Nasser y la Jamahiriya que apoyó a los movimientos de liberación, a la orientación hacia la Unión Africana o su acercamiento a Occidente.

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Dabid LAZKANOITURBURU

Muamar al-Gadafi, muerto cuando intentaba huir de su derrumbado feudo natal de Sirte, dirigió durante 42 años los destinos de Libia.

Nacido el 7 de junio de 1942 y según su propia leyenda en una tienda beduina en el desierto que rodea la ciudad, Gadafi, hijo de pastores, recibió una estricta educación religiosa -nada extraño en aquella época, e incluso en la actualidad en la conservadora Libia-, y entró en el Ejército en 1965. Cuatro años después, el 1 de setiembre de 1969, destronaba tras un levantamiento pacífico al corrupto rey Idriss.

Ferviente admirador del líder egipcio Gamal Abdel Nasser, el joven y apuesto oficial de 27 años de edad abrazó en sus primeros años en el poder el panarabismo.

Desaparecido el mentor de la conciencia de los pueblos árabes contra la vigencia del postcolonialismo occidental, el coronel Gadafi proclamó en 1977 la Jamahiriya, un Estado de las Masas articulado a través de comités populares, una suerte de «soviets» elegidos desde abajo y en pirámide. En su famoso «Libro Verde», preconizaba la democracia directa, conjugando socialismo y pensamiento islámico.

Su apoyo a movimientos de liberación en todo el mundo le granjeó fuertes simpatías en buena parte de la izquierda mundial, y le enemistó con Occidente, que lo convirtió en su bestia negra. Sus poderosos detractores vieron facilitada su labor sirviéndose del evidente histrionismo del personaje.

Histrionismo que, conjugado con los rasgos propios de su procedencia y cultura natal -beduina-, que el propio Gadafi se encargaba de exacerbar hasta el límite -recibía a sus invitados en una gran tienda y se alimentaba sobre todo de leche de camela- componía una imagen con un empaque mediático indudable.

En abril de 1986, y con Ronald Reagan en la Casa Blanca, EEUU bombardeó una de sus residencias, matando a una de sus hijas. Washington justificó el ataque por su apoyo a grupos «terroristas». La escalada de tensión entre la Libia de Gadafi y Occidente siguió creciendo y tuvo como puntos culminantes los atentados contra un avión estadounidense en Lockerbie (Escocia, 270 muertos), y contra un avión francés en Níger (170 víctimas mortales).

Decepcionado por la deriva de los regímenes árabes vecinos, a los que acusa, no sin falta de razón, de «traicionar a Palestina», Gadafi da un nuevo giro en la última década del pasado siglo e inspira la creación de la Unión Africana, que pasará a presidir en 1999.

Los ataques del 11-S y sus derivadas, concretamente la invasión y ocupación de Irak, fuerzan el último movimiento de reconversión de este equilibrista en el poder. En 2003 anuncia el desmantelamiento de sus programas secretos de armamento, lo que, con la perspectiva actual, le dejará atado de pies y manos frente a los ejércitos occidentales. Saddam murió por no tener armas de destrucción masiva. Gadafi, por haberlas entregado.

Su conversión a la fe «antiterrorista» va de la mano con el progresivo abandono del barniz socialista con el que adornó su régimen. Las ideas neoliberales que su hijo y casi seguro delfín, Saif al-Islam, mamó en los últimos años en la London School of Economics configuran una deriva del modelo libio en la que priman las privatizaciones, siquiera parciales, de la explotación petrolera y de otros sectores vitales del país.

El insoportable histrionismo de Gadafi se convirtió entonces, a los ojos de los dirigentes occidentales, en inofensiva excentricidad. Los mismos que le demonizaron durante decenios lo recibían con alfombra roja y permitían que instalara su inmensa jaima en los patios de sus cancillerías.

Hasta que Libia se sumergió de lleno en el proceloso y lleno de claroscuros proceso de revueltas árabes. GadafI fue el primer, cuando no único, líder árabe, en mostrar su apoyo al sátrapa tunecino, Ben Ali, hasta incluso después de su derrocamiento. Y amenazó con acabar a sangre y fuego con la rebelión que se inició en la ciudad oriental de Bengasi.

Las grandes potencias occidentales, en evidencia tras los levantamientos populares en Túnez y en Egipto, donde consiguieron a duras penas frenar la revolución con procesos transitorios controlados, decidieron que era hora de intervenir directamente en Libia, para condicionar desde el principio el proceso y, de paso, ajustar viejas cuentas con Gadafi. «Roma no paga a traidores».

Y su a la postre víctima les suministró, ingenuo o prepotente, la excusa: una intervención «humanitaria».

Iniciada la intervención aliada, Gadafi y los suyos, conscientes de que poco podían hacer contra la maquinaria militar de EEUU y sus lugartenientes franceses y británicos, trataron de aferrarse a la mediación de la Unión Africana para consensuar una salida negociada.

Demasiado tarde. El sangriento juego estaba en marcha. Y a Gadafi no le quedó otra que prometer que resistiría hasta el final y que moriría en suelo libio. Hay que reconocer que cumplió su palabra. Porque ya no le quedaban más cartas en la manga. Ni nuevos modelos o situaciones con los que mimetizarse, como buen camaleón. Ante él sólo tenía el desierto de Sirte. En el que nació y en el que, acribillado a balazos, murió.

 

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