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Raimundo Fitero

Sobre la muerte

Gris otoño gesticulante. La muerte parece convertirse en un asunto noticioso cuando llega por una circunstancia no regulada en el estatuto del buen morir. Un terremoto mata por docenas a seres humanos anónimos que tienen los mismos familiares, amigos y afectados que cualquier artista, político, deportista o torero. Las guerras, sean primaveras o inviernos, son siempre un infierno en el que se mata y se muere. Se cuentan más de cuarenta y cinco mil muertos en el mandato del presidente mexicano Calderón, dentro de una guerra sorda, de baja intensidad informativa. ¿Cuántos muertos anónimos ha costado la foto de Gadafi muerto?

Pero esta semana arrancó con una muerte en directo de un joven motorista, precedida por la muerte en un hospital de un torero que se convirtió en comentarista televisivo. Las cornadas del tabaco, las cornadas del motociclismo, las cornadas del toro, las cornadas de la muerte desagradecida. Lo del italiano Simoncelli forma parte ya de las imágenes trágicas vistas en vivo y en directo por unos cuantos millones de telespectadores, pero convertidas en ritual social global en sus múltiples repeticiones. La acción del accidente es incomprensible. La toma televisiva que conocemos es espectacular, pero parece formar parte de un montaje ya que aparece la moto del fallecido en plano con el motorista arrastrando el cuerpo por el asfalto. Una colisión bestial, un amasijo, y un casco saltando que alerta a todos, a los comentaristas, a los corredores implicados, a los telespectadores. La toma televisiva posterior es desde el helicóptero, un cuerpo tendido, la desolación, el horror, la sospecha de algo grave. Y es a partir de ahí donde empiezan a suceder cosas incomprensibles. El tropezón de los camilleros, la ausencia de collarín en el transporte en ambulancia. Y la noticia del fallecimiento en directo, vista por el mundo entero. Apabullante.

Lo de Antonio Chenel «Antoñete» pertenece a otra instancia, a una muerte más o menos sentida, pero dentro de lo previsible, por edad, por hábito fumador, por antecedentes. Una voz que se fue apagando por el humo del tabaco. Unas opiniones cabales, profesionales, de verbo escueto.

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