Mikel Soto Editor
Sostener la mirada
Este nuevo ciclo nos va a permitir entender, compartir y sanar muchos de estos dolores. Pero no sin que todos hagamos reconocimiento del dolor ajeno
He seguido con sumo interés el juicio por la muerte del concejal de UPN en Leitza José Javier Múgica Astibia. No en vano pasé dos años encarcelado acusado de haber sido uno de los autores de ese atentado. Aunque no me resisto a comentar la extrañeza que me produce el que una histriónica maleducada como la jueza Ángela Murillo siga teniendo uno de los cargos más poderosos en España, no ha sido su pantomima la que más me ha conmovido. Personalmente, más allá del show mediático que inició dicha jueza, me han llamado la atención y me han dolido otros aspectos del juicio. La petición de agravante por «odio político» solicitada por los abogados de la familia, por ejemplo, me ha causado gran tristeza. Me ha parecido una vieja receta para una nueva época. Pero, además, el razonamiento de los abogados para argumentar dicha petición ha sido particularmente doloroso. El énfasis puesto en que Juan Carlos Besance realizó su declaración de forma voluntaria, la afirmación de que el detenido recibió las preceptivas visitas del forense, la reivindicación de la minuciosidad de su declaración y, en definitiva, la radical negación de la tortura, han sido sal para mis heridas. También Ainara Gorostiaga, entre visitas médicas y abogados de oficio, recordó, «ayudada» por los guardias civiles que la interrogaron, todos los detalles acerca de cómo Aurken Sola, Jorge Txokarro y yo mismo matamos al concejal, para alborozo de los medios y la práctica totalidad de fuerzas políticas. Y, sin embargo, dos años después, fuimos excarcelados y exculpados de dichos hechos. Gran parte de la sociedad se preguntó entonces qué nos había llevado a autoinculparnos en un atentado que no habíamos cometido. No hubo entonces ni hay ahora otra respuesta: la tortura. El palo de escoba deslizándose por las nalgas de Ainara, los testículos quemados por los electrodos de Jorge, los golpes en los pies de Aurken, mi cuerpo perdiendo el conocimiento por la asfixia y el resto de terroríficas prácticas que nos fueron realizadas en las cloacas del Estado son las dolorosas respuestas a esa pregunta.
Todos recibimos las preceptivas visitas del forense a las que alude el abogado de la familia Múgica-Astibia. Desgraciadamente, yo fui el único que fue hospitalizado a consecuencia del derrame producido en un ojo, el labio partido, las heridas de abrasión en las piernas, los diversos moratones por todo mi cuerpo y el lamentable estado mental en el que me encontraba. Desgraciadamente también, mi denuncia es la única que sigue en pie, después de que el Tribunal Supremo la reabriera en 2006 y, aun así, nueve años después, no se ha realizado una sola prueba. Ni siquiera se han incorporado todos los partes médicos que se me realizaron durante los nueve días que estuve incomunicado (nueve, el máximo legal permitido en Turquía). Y, para desgracia de desgracias, desde entonces no han cesado de archivarse por falta de pruebas las denuncias de tortura realizadas por centenares de detenidos, pese a la incesante denuncia por parte de organizaciones defensoras de los derechos humanos de que la tortura persiste en España.
No he oído una sola palabra al respecto. Ni a la clase política, ni a los medios, ni a la familia Múgica-Astibia. Entiendo -¡cómo no!- el dolor de la familia. De la misma manera que creo que es sincero el reconocimiento del mismo efectuado por Andoni Otegi durante el juicio. Creo que este nuevo ciclo que se abre ante nosotros nos va a permitir entender, compartir y sanar muchos de estos dolores. Pero no sin que todos hagamos reconocimiento del dolor ajeno. No sin que toda la sociedad, incluidas las familias de las víctimas de ETA, ETA p-m, CCAA o cualquier otra organización armada, reconozca el dolor causado en nombre de la democracia española y en el suyo propio. Es la única manera de que todos nos miremos directamente a los ojos sin rencor, con valentía y con esperanza.