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Andrés Krakenberger, Xabier Urmeneta | Argituz

Personas con discapacidad: las últimas de las últimas

Coincidiendo con la celebración del Día Internacional de las Personas con Discapacidad, desde Argituz recuerdan las dificultades que día a día deben afrontar todos aquellos que padecen alguna diversidad funcional. Un colectivo que, tal como señalan Krakenberger y Urmeneta, siempre ha sido relegado, que todavía hoy sigue siendo minusvalorado y cuyos derechos continúan sin ser reconocidos.

En 1992 la ONU proclamó el 3 de diciembre como Día Internacional de las Personas con Discapacidad. Pero cada 3 de diciembre miles de personas con diversidad funcional (el término que el colectivo ha acuñado para huir del binomio «capacidad vs. discapacidad» siempre desfavorable para los y las «menos capaces»), miles y miles de personas conciudadanas nuestras se quedan -como todos los demás días del año- sin poder salir de sus casas porque estas no están adaptadas, sin poder ir en tren porque las sillas de ruedas no entran en la mayoría de vagones o sin poder ir al cine o ver la televisión porque no está audiodescrita la película. Tampoco pueden oír la conferencia o ir a clase porque no está traducida a lenguaje de signos, ni pueden decidir las cosas más habituales (qué comer, a qué hora irse a dormir, con quién pasear o qué cadena de televisión ver) porque otras personas lo van a hacer en su nombre sin preguntarles. Y otros miles más no tendrán el «derecho» a levantarse... sino que sólo tendrán el derecho al «favor» de que alguien las levante, las lave, les ayude a desayunar, quizás de mala gana y por obligación, ya que dependen de la buena voluntad de familiares, amigos o conocidos para llevar a cabo los actos cotidianos que las demás personas realizamos sin tener conciencia de que los estamos haciendo.

El 13 de diciembre de 2006 la Asamblea General de la ONU aprobó la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. Una convención que define plenamente sus derechos y que nos recuerda que el derecho a la vida supone en estos casos derecho a desplazarse y moverse libremente, y a poder acceder a todos los lugares como el resto de la ciudadanía, a que no se tomen decisiones en su nombre. Supone también poder vivir en la comunidad como ellas quieran y no en residencias, ser protegidas contra la tortura y otros tratos y penas degradantes, acceder a la información y a las nuevas tecnologías, ver respetada su intimidad, contraer matrimonio y formar una familia si lo desean, y supone derecho a la educación, a la salud y a la rehabilitación, al trabajo y a un nivel de vida adecuado, y derecho a participar en la vida económica, social, cultural y política...

La terrible duda es: ¿era necesario explicitarlo? ¿Acaso no era ya obvio que tenían esos derechos al igual que todas y cada una de nosotras y nosotros? ¿Por qué había que recordar que tienen todos los derechos?

Porque siempre han sido las últimas de las últimas. Hagamos memoria. La Segunda Guerra Mundial terminó oficialmente en Europa con la rendición incondicional de los últimos restos de las fuerzas armadas alemanas el 8 de mayo de 1945. Y sin duda la barbarie entre las barbaries cometida en esa guerra fue el Holocausto, del que disponemos de abundante documentación aunque hay aspectos del mismo que permanecen olvidados.

Una de sus facetas menos conocidas fue el denominado «Programa T4». Mediante este programa decenas de miles de personas con discapacidades físicas o mentales -de todas las edades- fueron asesinadas por sus médicos, generalmente por inanición o inyección letal. Sabemos que en la «ética» de la supremacía aria no cabía el esfuerzo de alimentar «bocas inútiles» y que había «vidas de primera», y «vidas de segunda», las cuales eran directamente prescindibles y eliminables.

Todo esto debería haber acabado con la rendición incondicional del III Reich, el que debía durar mil años..., pero no fue así. Tres largos meses después del final de las hostilidades, las autoridades de ocupación norteamericanas descubrieron un asilo y un centro médico en los que se seguía exterminando sistemáticamente a sus pacientes, personas con discapacidad. Algunos de los perpetradores siguieron matando por convicción, otros porque -según decían- no habían recibido instrucciones oficiales de dejar de hacer lo que poco antes había sido la aplicación de una política gubernamental. La perversión ética había llegado hasta ese punto.

Pasados 32 años, en junio de 1977, mucho más cerca, aquí mismo, en plena transición, tuvieron lugar otros hechos que ponen de manifiesto que la vida de las personas diferentes seguía teniendo menos valor... Un grupo de «incontrolados» amordazó, golpeó y tiró por un barranco a un joven que llevaba pegatinas de «ikurriñas». La noticia periodística lo definía como «un joven subnormal de veintitrés años». Doble agresión: la física y la moral.

La situación ha cambiado, evidentemente, pero lo relatado anteriormente nos pone encima de la mesa algo que sigue siendo real: seguimos minusvalorando a las personas diferentes, a las personas con «discapacidad», y la cruda realidad es que apenas reconocemos sus derechos humanos. Parece existir un trasfondo de que sus derechos son «menos valiosos», como si sus vidas también fueran menos valiosas...

En diciembre de 2006 se aprobó la Ley de Promoción de la Autonomía Personal, conocida popularmente como ley de la dependencia, y que se presentó como el cuarto pilar del estado de bienestar. Una ley muy tardía con respecto a sus homónimas europeas y que garantiza unas prestaciones mínimas para aquellas personas que se hallan en una situación de dependencia moderada, severa o de gran dependencia. Tardó en empezar a aplicarse, en algunas comunidades se aplazó injustificadamente su puesta en marcha, y cuando según el propio calendario de aplicación de la ley todavía no se ha implantado para todas las personas en situación de dependencia reconocida (los efectos para las personas con dependencia moderada nivel 1 no serán efectivas hasta el año 2013 y 2014) ya se han alzado voces pidiendo su paralización y su modificación a la baja. El motivo, dicen, es el excesivo coste económico en tiempos de crisis. Argumento que escasamente utilizan los y las representantes del Estado al hablar de grandes infraestructuras viarias, y que ninguno ha utilizado, por ejemplo, en relación a los gastos militares.

Al parecer, las personas con discapacidad son las últimas de quienes nos acordamos para reconocerles los derechos, pero las primeras cuando queremos hacer economías. ¿Por qué? Quizá porque, sin que lo podamos admitir, siguen siendo consideradas ciudadanas de segunda... y lo peor es que no es que nadie esté en contra, sino que nadie nos ha recordado que los tiempos han cambiado y que ya no cabe la discriminación de facto que padecen.

Ha llegado la hora de cambiar: estas personas no pueden ser las últimas de las últimas en beneficiarse de las mejoras y las primeras de las primeras en sufrir los recortes.

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