Era una propuesta sugestiva la del último de los conciertos por este año del 365 Jazz Bilbao: consistía en fusionar el quinteto del trompetista de Filadelfía Michael Mossman, uno de los grandes del jazz latino, con la suntuosa sonoridad de los ochenta profesores de la Orquesta Sinfónica de Bilbo. Y, por si fuera poco, en su escenario habitual: esa bilbainada futurista, de estupenda acústica, que es el Euskalduna. Aun siendo agradable, el resultado no estuvo a la altura de las expectativas. Debido a la inconsistencia del repertorio (jazz latino demasiado convencional, standards demasiado asépticos); y a la excesiva fragmentación en los arreglos, que apenas dejó espacio para que los miembros del quinteto improvisaran con fundamento. Solo Antonio Hart destacó en algún solo al saxo alto. Lonie Plaxico, uno de los mejores bajistas del momento, casi quedó inédito. Y Mossmann hubo de alternar continuamente sus intervenciones como instrumentista con la dirección de la orquesta, en un ir y venir continuo de la batuta a la trompeta (espléndidos agudos, límpida articulación) que casi resulta estresante.
Al día siguiente Brad Mehldau llenaba la sala BBK en el concierto 20 aniversario del Bilbaína Jazz Club. El astro del piano jazz pareció más cansado que en su última actuación en Bilbo, en marzo de este mismo año. Transitó sólo la parte central del teclado. No exploró los registros extremos ni incidió en sus atléticos obstinatos. Aun así regaló momentos sublimes: el tema de Sidney Bechet, en el que intercambió la exposición de la melodía con el contrabajista Joe Martin, resultó exquisito. Por cierto, este último fue el verdadero protagonista de la noche. Sus solos, líricos y vigorosos a la vez, entusiasmaron a un público entendido y entregado a la magia de este estupendo trío (el versátil Jordi Rossy a la batería completaba la terna), con el que Mehldau no actuaba desde hacía años.