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Antonio Alvarez-Solís Periodista

El dinero público

Entre otros términos acuñados por los poderes para amoldar el pensamiento de los ciudadanos a sus intereses, se encuentra el de «dinero público», por medio del cual han llegado a inculcar en el ciudadano la convicción de que ese dinero pertenece al estado y en su representación al gobierno, cuando ambos son simples administradores. A partir de esa aclaración, Alvarez-Solís considera imprescindible restablecer el significado de los términos.

He tardado casi sesenta años de lecturas sobre economía para plantearme la gran pregunta: ¿qué es dinero público? ¿En qué consiste el dinero público al que se refieren tantas informaciones? Muchas veces usamos con absoluta determinación expresiones o términos que no contienen realidad alguna y que han sido movilizados por los poderes para ahormar nuestra alma a su servicio. Por ejemplo la expresión de «dinero público». Con ella han inducido al ciudadano a atribuir la propiedad de ese dinero al estado y, en su nombre, al gobierno correspondiente, cuando ambos son meros administradores del mismo. También suele hablarse, situados en otro horizonte, del dinero bancario, pero lo cierto es que el dinero bancario no es más que dinero perteneciente a los depositarios, que es manipulado por los bancos a fin de que sus propietarios se embolsen una parte sustancial del mismo. El poder del lenguaje es inmenso. El dinero siempre es de los ciudadanos, cosa que lo convierte en dinero social.

Pensaba en todo ello mientras meditaba con verdadero desconsuelo en el saqueo emprendido por los financieros para hacerse con cantidades ingentes del «dinero público» que posee el Banco Central Europeo al abrir esta institución sus arcas para nutrir de liquidez a quienes se adueñaron alegremente el dinero producido con tanto esfuerzo por la población del país

Hay que hacer, sin embargo, una excepción a esta negación mía sobre la existencia del «dinero público» considerado como propiedad de la administración. Podría decirse que existe el dinero público cuando procede de la fabricación excepcional de moneda por parte del Estado. Pero ese dinero es esencialmente falso y sólo sirve para enmascarar la situación real de una economía y para desestabilizarla frecuentemente merced al mecanismo de la inflación. El dinero sano ha de proceder siempre de la actividad social productiva de cosas, que es la única economía real. Si introducimos en esa mecánica el dinero incorrectamente estampillado el poder político se convierte en trilero con mucha frecuencia. Y ahora cabe adelantar otro interrogante: ¿están hoy los bancos centrales fabricando ese dinero para apuntalar a la banca privada tras su comportamiento delictivo durante los pasados años e incluso en los actuales? También a esto le daremos un repaso, aunque sin poner paño al púlpito, pues nada repugna tanto como esos enmarañados saberes que pretenden dejarnos sin información verdadera. La auténtica democracia consiste en una respuesta llana a los interrogantes que plantea el pueblo. Cuando los gobiernos crean respuestas inadecuadas a las preguntas con que demanda algo la población nace la dictadura. En la actual situación esto parece más evidente.

No hay dinero público, si es dinero auténtico; esto es, si hablamos de dinero verdadero. El dinero brota, cuando goza de salud, del valor de aquello que hacen los ciudadanos. Pero no entremos en el largo debate sobre el contenido del valor. Se trata, sencillamente, de establecer que el total de bienes y servicios gestado por un país mediante el trabajo de sus ciudadanos ha de tener su contrapartida contable en el dinero. Si este proceso no es colonizado por la bacteria de la manipulación financiera la contabilidad de una nación o pueblo se reduce a un cálculo globalmente sencillo. Desde este punto de vista la bolsa equivale, y valga la reducción simple de la teoría, a la bolsa de los ciudadanos.

No hay, pues, un «dinero público». La expresión de «dinero público» nace de una torcida voluntad que trata de asignar la propiedad de la masa monetaria que manejan los poderes estatales, mediante impuestos y exacciones diversas, a la administración pública o que es cedida a los poderes financieros. Es una forma de evitar, al menos lo intentan, que la ciudadanía, como depositaria de la soberanía nacional, reclame gobernar el dinero producto de esas cargas para darle un uso de carácter realmente social.

En el fondo es una vulgar práctica de magia, ya que es sabido que el peatón de la historia se pasma o aliena ante los ejercicios mágicos. Decir que el «dinero público» tiene por finalidad activar el mecanismo crediticio privado para que este, a su vez, distribuya el maná entre los que quieren ganarse la vida equivale a reproducir la sociedad de amos y sirvientes. La verdadera función de los estados es proceder al sabio reparto del dinero habido en la cosecha tributaria entre quienes lo han producido, midiendo siempre con celo, merced a la vigilancia constante y superior de la soberanía nacional, la dotación a cada ciudadano o grupo ciudadano de aquellos medios que han de manejar con cristalina corrección moral, saber específico y propósito de bien común. El socialismo consiste precisamente en construir un modelo social que aspire a conseguir la verdadera justicia distributiva.

El concepto y manejo del «dinero público» que se está haciendo en la presunta Europa Unida y en otras áreas del poder económico resulta escandaloso a todas luces. Se habla de cantidades de tal forma monstruosas que ofenden a la razón y encienden la vehemente sospecha de que estamos ante una prestidigitación delictiva. Este perfil delictivo se agudiza cuando, además, todos esos traspasos de dinero a los bancos se acompaña de una mecánica infame regida por el abuso y la explotación. Los bancos centrales facilitan ese dinero, que hemos de suponer fruto de una economía real y no de la fabricación de moneda, a la banca privada a un interés irrisorio, dinero que luego, y en el mejor de los casos -ahora infrecuentemente- es prestado en el mercado crediticio al que acuden los particulares a tasas de interés monstruosamente altas. Teniendo en cuenta que ese dinero, si es sano, procede de la actividad laboral de los ciudadanos, parece que el circuito prestatario debería ser intervenido por la autoridad correspondiente para evitar los delitos de apropiación indebida -al declararse arteramente ese dinero como «dinero público» en origen- y de usura, pecado contra la moral del que, por ejemplo, hace ahora tan poco caso la Iglesia. Ya que los banqueros suelen hacer ostentación de su respeto a la Iglesia -que demuestran con sus ceremonias y donativos para crear en sus universidades piadosos especialistas de la explotación- deberían ser excomulgados por Roma y amenazados con las llamas del infierno en el más allá, puesto que los demás pasamos por ese infierno en el más acá. Suum cuique tribuere.

Para salvar la crisis que devora a la sociedad actual lo primero que se debe hacer consiste, creo, en clarificar los conceptos y restablecer el verdadero significado de los términos. Y eso es labor que no van a abordar ni la Sra. Merkel ni el Sr. Sarkozy, ni siquiera el Sr. Obama, y mucho menos, caballeros de función vicaria como el Sr. Zapatero o el Sr. Rajoy. Esa tarea de clarificación se corresponde con un renovado enriquecimiento intelectual de las masas, que son las destinatarias de tantas brillantes herencias revolucionarias. Mientras se maneje el diccionario del enemigo -no adversario, sino enemigo- es muy difícil instaurar un nuevo modelo social.

Creo falsas también las afirmaciones sobre la escasez de dinero con que se duelen los que pretenden salvar de la quema definitiva al capitalismo. Hay dinero suficiente para proceder al cambio radical de la vida de los pueblos, pero ese dinero está cautivo de los poderosos. Hay que liberar ese dinero, mas para emprender con éxito esa aventura, es menester que cada ciudadano se libere a sí mismo haciendo frente a los fantasmas de la dependencia. Por ahí debe correr uno de los ríos de agua clara.

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