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Elena Martínez Rubio | Doctora en Filosofía

La ciudad «trolley»

La ciudad «trolley» que describe Elena Martínez se sitúa entre la «babilonización» y la «banalización» de las identidades, por eso se pregunta si en el bullicio de la misma no se apodera de una «un sentimiento `banalónico'». Una ciudad en cuyo centro circulan los equipajes en movimiento acelerado pero ordenado. Una ciudad como, por ejemplo, Frankfurt, acogedora de una inmigración multicultural, con una lengua común cada vez más reducida, adecuada exclusivamente al trabajo y al consumo y que en boca de «escribas, publicistas y burócratas avanza hacia su especialización». Pero, asimismo, una ciudad abierta y activa, habitada por gente amable, como describe la autora.

Entre la «babilonización» y la «banalización» de las identidades, esta ciudad trolley, rodeada de grandes poblaciones y barrios dormitorio, es acogedora en su centro y de una inteligencia práctica admirable. A todas horas tiran firmemente las maletas con ruedas de sus dueños, arrastran las bandas movedizas multitudes, sumergen los ascensores al viajero en el transporte acelerado de las catacumbas.

Durante el día, trabajadores de la periferia, emigrantes del mundo entero, turistas y estudiantes dan lugar a un multiculturalismo de equipaje en movimiento, de incesante sonido de campanillas y susurrante voz que recita dulcemente próximas paradas y destinos. Trenes, aviones, tranvías, autobuses pelean por llegar antes a su meta; entran, salen y pasan los vagones en un empacho de puntualidad y sincronización. Quien haya conocido otras consignas, otras viejas frases de ánimo que las suaves llamadas de la ferrovía, los atracaderos y los aeropuertos, que las olvide de una vez ante este alarde de conexiones.

No hay pérdida. Llegar y ser dirigido, desviado, absorbido por una actividad eufórica, pero ordenada. Sólo cabe abandonarse. Dejar atrás la incertidumbre del origen, aplastar el tiempo hace tanto tiempo pasado, borrarlo, aniquilarlo, destruirlo. Seguir los pasos subterráneos, vagar por andenes y galerías, sentir que todo lo anterior quedó ahogado en la oscuridad. Para rendirse a la luz artificial, para dormitar en este agua, templada, neutra, irremediable. Para entregarse. No recurrir más a gritos de guerra, sino discurrir por los largos corredores, soltar, abrir los puños en cuevas de ancha bóveda, dejar caer los brazos, dejarse coger por el sueño, esperando ser tal vez despertado quién sabe en qué lugar, quién sabe si alguna vez. Sin duda: no esperando.

Sí, estamos en el óptimo acarreo, en el más veloz de los zappings, en la excelencia de nuestro presente continuo que va bien, va bien... En medio del trasiego y del bullicio, no han lugar la melancolía y el asombro, feo vicio de filósofos y poetas. ¿Acaso se está apoderado de nosotros un sentimiento «banalónico»? La verdad es que poco tiene que ver con el «sentimiento oceánico» que analizaba Freud hace cien años en «El malestar en la cultura». Si aquél era, en su opinión, resto de una primitiva indefinición y desamparo infantiles, nostalgia de fusión con el universo y fuente de religiosidad, el de hoy parece más bien consecuencia de un hartazgo. No se sabe qué oponer a tanto ajetreo permanente, al raudo metabolismo urbano, a estas riadas, lleven adonde lleven.

Frankfurt, pongamos por caso, una de las ciudades más productivas de Europa: derroche de idiomas diferentes y una lengua común, malhablada con múltiples acentos. Media lengua que, a pesar de su pobreza de expresión, de su dureza para el oído, da calor al que llega hasta aquí despedido, o acaso decepcionado, de su país. Pues los que se acercan en busca de otra vida, encuentran medios para sobrevivir al menos, y oportunidad de aprender algo nuevo.

Aquí son administrados y «reconducidos» con éxito los que vienen de pueblos incapaces de resolver sus conflictos y organizarse a sí mismos, los que se mueven en la rueda o en callejones sin salida, los que llegan de países explotados durante siglos y no levantan cabeza. Y mientras el lenguaje del pueblo se reduce, porque basta con que sirva para el trabajo y el consumo, el habla funcional de escribas, publicistas y burócratas avanza en su especialización.

Con todo, no se trata, en absoluto, de una ciudad malhumorada, sino abierta y activa. A la vez que, sobre la superficie, corren implacables los coches por las grandes arterias, vuelan también, codo con codo, las imbatibles bicicletas por sus carriles, o corretean bajo los rascacielos las ardillas.

Aún quedan, además, zonas que no han perdido su carácter local y popular, pequeñas calles que sobrevivieron a los bombardeos de la última guerra.

Si uno pregunta por una dirección, la gente responde amablemente. Únicamente que nadie sabe nada, lleva escaso tiempo en el lugar. Y ahora de pronto, incluso el conductor de metro que cada día recorre anónimo estos túneles tiznados, nos recuerda que no es un autómata, sacando inesperadamente la cabeza por la ventanilla para lanzar una broma a lentos y despistados.

Hay que aprender a leer en los semblantes en pocos segundos. Velos y maquillaje, altos tacones, túnicas, chándales, trajes y corbatas, abrigos con sombrero: se hace difícil distinguir a qué se deben, si a una última o a una primera moda. Cómo saber quién se aferra a lo que queda de una cultura anterior, o quién se adorna, se disfraza con postizos..., quién crea su vestido, quién combate, quién se uniforma.

Ydespués está la magistral mise-en-scéne del bienestar ante compradores y voyeurs ansiosos, o representantes internacionales de negocios opulentos: lujo fulgurante, acero y cristal lustrosos, ostentación voluminosa, brillos a gran escala, sobredosis de ofertas. En fin, un esplendor lumínico y helado: las «caricias» seductoras de la tecnocracia. Mas no, no hay «mala intención», como decía el sociólogo Ulrich Beck en su libro «La sociedad de riesgo», sino sólo un mercado «neutral», junto a una especie de tabús establecidos sobre «dinámicas propias del sistema» y «necesidades objetivas», es decir, sobre la imposibilidad de transformar la sociedad industrial. Lo que hace que las relaciones de poder y propiedad se perpetúen con una fuerza abrumadora. Una vez agotado el sentido de lo colectivo, salir a flote se convierte en cuestión de biografía o destino exclusivamente individuales.

Hacia los extremos, en cambio, la ciudad se desnuda. El ritmo, la aglomeración, se «ralentizan». La tierra ya no compite con el río por fluir más rápido. La vida se vacía, se vuelve más aburrida, cotidiana, más pesada. Ya no la aligera el movimiento, puro estupefaciente. Ahí se quedan los que no están en condiciones de seguirlo, cada cual en su peculiar exilio. Personajes que parecen recién salidos de la estepa deambulan solitarios, «enrocados», lanzando mudos aullidos de pena. Padres transplantados, obsoletos, que los hijos se han traído al mundo mejor. O hijos encallados de banlieu, agresivos, demacrados, cargados con una gravosa ancla. Unos y otros, excedente que difícilmente podrá ser moldeado. Multiculturalismo en efecto... y múltiples destierros, arrinconados sufrimientos culturales.

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