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Mario Zubiaga Profesor de la UPV-EHU

«Show Cooking»

La tarde del 21 de octubre de 1981, en aquel famoso debate televisado sobre la LOAPA, Mario Fernández, a la sazón Consejero de Trabajo de un novel Gobierno Vasco, se merendó con patatas al ministro español Rodolfo Martín Villa. Era un momento bisoño de la democracia española. Los medios de comunicación públicos transmitían debates políticos, sociales o culturales -La Clave, de Balbín-, muy alejados de la bazofia contemporánea, la que corresponde a las democracias asentadas, es decir, no democráticas. Esa es la curiosa paradoja que caracteriza a esta forma política: su verdadera fortaleza es directamente proporcional a su aparente debilidad.

Treinta años después, en este apacible invierno de 2011, Mario Fernandez, ahora como principal gestor del proyecto Kutxabank, se ha merendado tambien con patatas (alavesas), precisamente, a los más acérrimos enemigos de aquel ministro del Interior que hoy -los misterios de la memoria-, disfruta de su pingüe vida de rentista sin tener que pedir perdón a nadie por nada.

Este cierre perfecto del bucle histórico demuestra, al menos, dos cosas. En primer lugar, la extraordinaria tenacidad e inteligencia de aquel alto burócrata que ayer gestionó las primeras transferencias estatutarias y hoy preside nuestro principal banco. Y en segundo lugar, la debilidad argumentativa de sus oponentes, tanto los de antaño como los de hogaño.

En el primer caso, el falangismo reconvertido no podía defender con argumentos creíbles que la involución autonómica posterior al pronunciamiento militar triunfante del 81 fuera acorde con la Contitución relativamente abierta que se tuvo que conceder para que el fin biológico del franquismo no supusiera también el fin de la idea de España vencedora en el 39. En el segundo, el que nos afecta directamente, una izquierda abertzale a la que su inteligencia estratégica y la incapacidad de sus opositores han colocado, quizás prematuramente, en labores institucionales, se ha encontrado con un hecho prácticamente consumado -la creación de Kutxabank-, sin tiempo ni recursos técnicos o políticos suficientes para algo más que la mera contención de daños. Pero una cierta sensación de inevitabilidad, la premura y el vértigo de la responsabilidad institucional recién adquirida, la presión de los socios o la necesidad de no perder una centralidad sobrevenida, no pueden convertirse en excusa para evitar un análisis que permita mejorar la respuesta futura a retos similares. Esto no ha hecho más que empezar, y la lucha ideológica va ser mucho más compleja que la que hemos conocido hasta el momento.

No en vano, la aparente fortaleza ideológica del Mario F. contemporáneo se asienta en el imperio de lo que Zizek define como pospolítica, o la negación tecnocrática de lo político. Una nueva versión del filósofo-rey, pero no precisamente al servicio de la razón humanista. Esta excrescencia posmoderna dominante es mucho más perversa que la clásica política-policía -el antiguo laissez faire-, de corte liberal. La pospolítica se desenvuelve como una suerte de alternativa moral al verdadero espacio de lo político, el del protagonismo colectivo. Se fundamenta en una colaboración poco competitiva entre expertos -desaparecen las divisiones ideológicas-, que elaboran un falso consenso universal, un discurso políticamente correcto, de convivencia pacífica y tolerante entre proyectos vitales particulares. Todo ello en un escenario indiscutido e indiscutible: la libertad de mercado. La política institucional se convierte en una especie de brazo ortopédico manejado a distancia que, lejos de ser neutral, interviene activamente para que la acumulación desigual no tenga fin. Es decir, prepara las condiciones objetivas para sucesivos «pelotazos», también llamados eufemísticamente «burbujas»: en su momento, abaratamiento y desregulación del suelo para facilitar el ladrillazo, a partir de ahora, a modo de ejemplo, deterioro premeditado de la sanidad pública para impulsar la posterior privatización de la salud. Pero, al tiempo, la pospolítica propone modelos de participación ciudadana tecnocráticos -nueva administración pública-, que buscan activar a la ciudadanía sobre bases eminentemente individualistas, de la mano de procesos participativos que nunca afectan a las decisiones fundamentales.

Se acude aquí a otra paradoja, esta absolutamente falsa e interesada: «el principal enemigo de la democracia es la democracia excesiva». Los partidos políticos al uso son o meras comparsas, o cómplices interesados -véase el solapamiento de la pugna caja-provincia-partido en el seno del PNV-, o, simplemente, deudores siempre morosos que jamás saldarán su dependencia de las grandes familias financieras.

Por eso, la «profesionalidad» reivindicada por Mario F. es, en su boca, tanto una expresión de orgullo personal como una manifestación soez del dominio absoluto del capital, sea directamente, sea a través de los partidos sistémicos. Y mientras tanto, la izquierda no sabe si aplicarse en una estrategia de resistencia o pasar directamente a las acciones y propuestas realmente alternativas. A lo mejor, lo conveniente es hacer las dos cosas. Es decir, resistir lo que se pueda en las almenas de un estado del bienestar ruinoso, y desde dentro cavar el tunel que nos lleve hasta otro lugar de lucha socio-política y construcción comunitaria donde el sistema todavía no se sienta seguro. Es decir, acción institucional y social articulada que mire claramente hacia otro modelo de sociedad. La tensión entre esas dos lógicas, la institucional y la social, es inevitable, pero puede tener un potencial creativo ilimitado si se saben gestionar y pactar adecuadamente las discrepancias. Esa es la condición fundamental para que este país siga aportando novedades en política, y no se convierta en un socio más del adocenado paisaje europeo, un resentido posizquierdista sin futuro en la bancarrota del estado social.

No olvidemos que aquel K.O. de Mario Fernández sobre Martín Villa fue una victoria pírrica. Es cierto que nuestro adalid venció en el combate dialéctico. Es verdad que la LOAPA fue recortada formalmente por el Tribunal Constitucional, pero, a la postre, su filosofía recentralizadora se impuso en los años posteriores, vaciando un estatuto de autonomía ya limitado en origen.

La victoria neoliberal en Kutxabank puede ser también pírrica si se deja bien claro a los sectores jeltzales menos soberanistas y a sus acólitos de la plutocracia autóctona que ya nunca más será posible que las decisiones estratégicas en la construcción del país -ya sean los proyectos financieros o los energéticos, las infraestructuras o el modelo sanitario-, se tomen en cenáculos privados y partidistas, ajenos a la mirada pública y la interlocución social.

El trabajo de cocina -ese cansino sukalde lana-, puede ser todavía inevitable en algunas cuestiones relevantes. Evidentemente, en el cierre del ciclo violento hay aspectos que en primera instancia deberán tratarse discretamente. Sin embargo, las grandes decisiones que afectan a nuestro futuro como país no pueden quedar fuera del escrutinio público. Y no es una cuestión que competa únicamente a la virtud pública o a la reivindicación de la verdadera política. Es una necesidad absoluta para los actores que deseen cambiar la realidad. En otros ámbitos, al parecer, ya se ha interiorizado que una negociación secreta cuando la relación de fuerzas no es favorable a los desafiadores, deja las manos libres al sistema para incumplir cualquier compromiso, aunque el papel se custodie en el Vaticano. Es hora de aplicar esa lección a otras cuestiones, en las que la posición popular solo se puede sostener sobre la base del cononocimiento público y el posterior compromiso social. Por eso, a la vista de los acontecimientos, es evidente que el acuerdo sobre las salvaguardas del proyecto Kutxabank debió hacerse como en los restaurantes modernos, show cooking, es decir, «cocinando cara al público». Si no se puede elegir siempre el plato a la carta, al menos, queremos y debemos saber lo que vamos a comer. Incluso para, llegado el caso, ponernos a dieta. No nos vaya a crecer demasiado el michelín.

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