Análisis | Un año de primavera árabe
Puntualizaciones a las críticas en torno a las revueltas árabes
Transcurrido un año desde el derrocamiento del dictador tunecino Ben Ali y, sin ánimo de ofrecer un balance de un acontecimiento, la Primavera Árabe, todavía abierto, no está de más salir al paso de algunos análisis críticos sobre algunos escenarios, el último el sirio.
Dabid LAZKANOITURBURU Responsable de la sección de Mundua de GARA
En política internacional hay sucesos, en su momento desapercibidos, cuyo verdadero alcance solo se mide con el paso de los años, incluso decenios. Al contrario, hay incidentes que, por su impacto inmediato, se magnifican y prelu- dian efectos globales que finalmente nunca se cumplen.
Finalmente, hay acontecimientos que, por su relevancia y extensión geográfica y temporal, marcan un antes y un después y generan una serie de consecuencias difíciles de prever pero de indudable significación. Y, no menos importante, tienen la virtud de desnudar viejos clichés y de dejar en evidencia discursos anclados en ajadas certezas que ya no son ni volverán a ser.
Las revueltas árabes entran, sin duda, y por méritos propios, en esta última categoría.
La revolución en Túnez, que tuvo una puntual pero fugaz réplica en Argelia, pilló a todo el mundo desprevenido. Al primero, al propio régimen, para el que no entraba ni en sus peores pesadillas la imagen que conmocionó al mundo hace hoy un año: El dictador Ben Ali huyendo del país para refugiarse en Arabia Saudí.
Ni las agencias ni los grandes medios internacionales supieron leer entre líneas que el hartazgo de los tunecinos había cruzado el Rubicón. El Estado francés, como antigua metrópoli y, por extensión Occidente, trataron hasta el último momento de salvar a su hombre en Túnez, con lo que sus dirigentes volvieron a quedar a la altura del barro ante el mundo árabe. Un «error de cálculo» que tendría a su vez consecuencias en futuros escenarios de revuelta.
Tras el estallido de la revolución en Egipto, EEUU y sus aliados tenían ya la lección aprendida y no dudaron en abando- nar a su suerte al rais Hosni Mubarak, quien, como en el caso de Ben Ali, nunca había sido reconocido hasta entonces y de forma tan unánime con el apelativo de dictador. La opinión publicada en Occidente -con honrosas excepciones, entre ellas la de este diario- se limitaba a lo sumo a perdonarle sus excesos en nombre del «antiterrorismo» y del estratégico acuerdo con Israel.
Viendo a los suyos liderando las protestas en la Plaza Tahrir -antes en el Zoco de Túnez- la izquierda europea mostró casi sin fisuras -si exceptuamos a un puñado de intelectuales afectos a las teorías conspirativas- su satisfacción por el triunfo de la calle árabe y, a lo más, denunciaba la hipocresía de sus propios gobernantes, que acababan de «descubrir» a los dos viejos criminales.
Para entonces, la suerte del «Faraón» estaba echada y el uso de la represión contra los manifestantes y su cascada de tardías promesas de reforma fueron su tumba política. Mientras Washington trataba por todos los medios de forzar una transición ordenada, promoviendo el posicionamiento de los militares como gendarmes del proceso, la bautizada como Primavera Árabe se extendía como la pólvora.
En efecto dominó, los pueblos árabes se van levantando contra sus dirigentes. Los quebraderos de cabeza para las principales potencias son una constante pero estas ya han aprendido la lección: defienden genéri- camente las reformas y, en su caso, promocionan unas revueltas y callan de manera cómplice en la represión de otras, según sea el cálculo geopolítico. Yemen y Marruecos revelan, con sus diferencias de grado, la primera opción. Bahrein, donde la revuelta popular en defensa de la democracia y del final de la opresión contra la mayoría chií, fue salvajemente reprimida, es el perfecto ejemplo de la segunda.
Y en esas entra en juego el escenario libio. Gadafi, quien pese a su condición de «paladín antiimperialista» no dudaba en enero en ofrecer ayuda, incluso militar, a su amigo Ben Ali -el defensor de Occidente en el norte de África-, no duda en reprimir una protesta en Bengasi por el aniversario de la matanza en 1996 de cientos de islamistas en la cárcel de Abu Salim.
Como ocurrió con la inmolación a lo bonzo del joven tunecino Mohamed Bouazizi el 17 de diciembre de 2010, nada hacía presagiar que la represión de esa protesta iba a ser el desencadenante de una revuelta que tuvo su origen y su plaza fuerte en la capital de la siempre rebelde Cirenaica pero que tuvo sus réplicas en otros puntos del país.
Nada o todo lo presagiaba y, sin duda, la escasa visión del coronel Gadafi, quien respondió con amenazas de grueso calibre -llegó a anunciar que emularía en Bengasi la entrada triunfal de Franco en Madrid- de «exterminio total de las ratas» fue aprovechada al vuelo por las potencias occidentales.
Estas, capitaneadas por el Estado francés, aprovecharon a la perfección el escenario de la revuelta -sí, revuelta- libia para, literalmente, matar varios pájaros de un tiro. De un lado, ajustaban cuentas con un antiguo enemigo devenido aliado de última hora pero biográficamente imprevisible. De otro, y a través de una conscientemente larga campaña de bombardeos, distraían la atención de otros escenarios de revuelta problemáticos para sus intereses -Yemen, Bahrein, Arabia Saudí, Jordania-. Y, finalmente, trataban de congratularse con la opinión pública árabe.
La crisis Libia desconcierta a parte de la izquierda antiimperialista europea, que se erige en defensora del régimen siguiendo el adaggio de que «los hostigados por mis enemigos son buenos por naturaleza».
Esta línea argumental, que se verá sin duda reforzada con las imágenes del linchamiento público de Gadafi, se basa en tres ideas-fuerza, a cual más infantil desde la perspectiva del estudio de las revoluciones en la historia e, incluso, en el sentido leninista del término.
La primera busca negar legitimidad a la revuelta precisamente por la intervención abierta y descarada de Occidente y de otros actores y potencias regionales. Obvia, en cualquier caso, que toda revolución es, desde la noche de los tiempos, escenario preferente de intervenciones e injerencias de parte.
La injerencia no desvirtúa por principio una experiencia revolucionaria. Busca condicionarla y dirigirla, pero no es el factor que niega o, que en su ausencia, da legitimidad a una revuelta. No lo hizo, por ejemplo, el apoyo soviético a la lucha por la independencia argelina hace medio siglo.
Pensar en un proceso revolucionario como un escenario virginal y libre de presiones y de compromisos tácticos es no ya infantil sino irracional. Hubo quien sostuvo esa tesis para denunciar a los revolucionarios rusos con motivo de la firma con Alemania de la paz de Brest-Litovsk en 1918.
La segunda línea argumental presentaba el índice de desarrollo humano en Libia -superior, indudablemente, al de sus vecinos Egipto y Túnez- como prueba de fuego contra la legitimidad de las protestas. Otro craso error que vincula automáticamente la situación de pobreza con las expectativas revolucionarias.
Cuando el propio Lenin -qué no decir de Marx- ya negaban ese automatismo de manual, arrumbado además por la historia de los últimos decenios. ¿A qué esperan los africanos para levantarse? ¿A morirse, más, de hambre?
La revuelta en Libia nace sin duda de la corrupción creciente del régimen -insisto, del régimen- y de la convicción, en buena parte de la población, de que la ingente riqueza petrolera del país debería dar para mucho más que para mantener un sistema de clientelismo rentista.
El tercer argumento destacado por los que se han dedicado a negar la existencia de revuelta alguna ponía el acento en su alcance real. Otro error de percepción.
Los que participaron en las protestas del Zoco de Túnez o de la Plaza Tahrir de El Cairo no eran sino una pequeña minoría del país, sin duda la más activa, pero una minoría.
Excede del objetivo de este artículo volver a recuperar los estudios sobre el papel de las vanguardias en todas las revolu- ciones que han sido. Basta con destacar que, también en el caso libio, todo apunta a que, junto con el indudable impacto de la campaña sostenida de bombardeos aliados, fue la escasa afección al régimen por parte de la mayoría silenciosa del país la que condenó al régimen del coronel.
Este último aspecto nos remite a una cuarta cuestión que ha quedado en evidencia en los procesos políticos tunecino y egipcio y que ha sido utilizada por parte de esa izquierda occidental como arma arrojadiza en el caso libio: El papel del islamismo político en estas revueltas.
Para algunos, el triunfo de los Hermanos Musulmanes en Egipto y Túnez supone una traición de la revolución. Sin pretender minimizar las diferencias ideológicas insalvables con el islamismo, lo que no es de recibo es ignorar que esa posición política es a día de hoy si no mayoritaria sí la más organizada y anclada socialmente en esos países. En parte, indudablemente, porque bien se encargó Occidente en su día de arramblar con todas las experiencias de transformación social en el mundo árabe. Pero también, y conviene destacarlo, por errores de la propia autodenominada «izquierda arabista».
¿O es que nos hemos olvidado de que los islamistas palestinos de Hamas vencieron con rotundidad al histórico Al-Fatah en unas elecciones democráticas en 2006?
Más allá de lo que se pueda pensar del auge de esta opción político-religiosa y del interés de algunas potencias regionales -desde Turquía hasta Arabia Saudí, pasando por Qatar- en que eso ocurra, lo que ya no es de recibo, desde una posición de honestidad revolucionaria, es lo que hizo esa «izquierda» al utilizar el fantasma occidental de Al-Qaeda para criminalizar a la insurgencia libia.
Resultaba cómico pero muy sintomático ver cómo los mismos que acusaban a otros de alinearse con la intervención de las potencias occidentales en Libia se hacían eco de informes de esas mismas potencias que criminalizaban a los islamistas libios relacionándolos con Bin Laden. Sólo les faltó imputar a algún libio los ataques del 11-S.
Todas estas consideraciones sirven, salvando las distancias y las circunstancias peculiares de cada país, para arrojar luz en el debate sobre Siria.
En este último caso asoma, además, una última contradicción, y es la referente a las críticas al carácter armado de la revuelta. Como si, objetivamente, el hecho de que un grupo opositor tome las armas lo invalide per se.
Toda una muestra de «seudopacifismo» equiparable a la que mantienen las potencias occidentales y sus voceros mediáticos, siempre pioneros a la hora de condenar la violencia que no provenga del Estado y su monopolio legal y que, ciertamente, callan, cuando no apoyan abiertamente o directamente protagonizan, el uso de la fuerza contra regímenes enemigos.
Esta última y todas las anteriores son incongruencias que les retratan a ellos, no a los que, sin chuparnos el dedo, defendemos el derecho de los árabes a luchar por su futuro. También en Siria, donde sin obviar la complejidad de la situación -sectarismo creciente por ambos bandos, injerencia cada vez más descarada, riesgo de intervención extranjera directa, política desinformativa occidental oficial-, apoyamos las legítimas ansias de cambio de una población cansada de soportar la arbitrariedad de un poder que, con el ropaje de un arabismo socialista olvidado hace décadas en el cajón de la Historia, se ha convertido en un régimen dinástico y apoyado en una minoría que -al igual que Bahrein, pero al revés- no duda en mostrar el palo de la represión más salvaje y escudarse en la zanahoria del miedo a que estalle el polvorín de Oriente Próximo.
Y ello pese a las críticas de cierta izquierda que, por nostalgia geopolítica -serían capaces de sostener que la implosión del socialismo real en el este europeo fue en realidad una revolución de colores-, han hecho suya la frase del que fuera presi- dente de EEUU Franklin D. Roosevelt al referirse al dictador nicaragüense Somoza: «Puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta».