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Trabajar no debería ser una actividad de riesgo

El año pasado se produjo un accidente laboral cada seis minutos, hasta sumar casi 90.000. En total, 81 trabajadoras y trabajadores fallecidos -14 más por amianto- y algo menos de trescientos heridos graves. Los datos de siniestralidad que LAB ofreció ayer son escandalosos y no admiten matización alguna, por mucho que el número de siniestros se haya reducido, ya que esto se debe sobre todo a la caída de la actividad económica como consecuencia de la crisis, y no a que se haya avanzado en esta materia.

Al contrario, si las estadísticas -que dejan fuera los accidentes de autónomos, empleadas del hogar y los relacionados con la economía sumergida- no son peores, es porque muchos trabajadores deciden no coger la baja ante la presión existente en sus empresas, una situación a la que no es ajena la precariedad con la que convive buena parte de las personas empleadas en este país. Precisamente, la precarización de las condiciones laborales y los altos ritmos que se imponen en los centros de trabajo están detrás de una realidad que en demasiadas ocasiones se ha convertido en drama. Y si bien la patronal es responsable de esta hemorragia, comparte esa responsabilidad con unas instituciones que no han mostrado suficiente voluntad política para obligar a los empresarios a cumplir con su deber.

En este sentido, la actual situación económica, en la que el paro está alcanzando cotas insostenibles, ha dejado en un estado de mayor vulnerabilidad a los trabajadores, muchos de los cuales se ven prácticamente inermes en las empresas. Y la reforma laboral no hará sino empeorar su situación. El paro, la precariedad y un índice de siniestralidad inaceptable forman parte de la misma receta, la de aquellos que pretenden hacerse de oro por encima del sudor, de las lágrimas y también de la sangre de la clase trabajadora. Se impone un cambio de modelo que haga posible un empleo digno, de calidad y que no permita que para trabajar ninguna persona deba poner su vida en peligro.

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