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Análisis | Revueltas en el mundo árabe

A la espera de la primavera social

Un año después de las revueltas, Túnez y Egipto esperan que se complete su primavera social a falta de un cambio real en las políticas económicas. Una tarea delicada ya que las clases desfavorecidas se enfrentan a gobiernos islamistas ataviados de legitimidad revolucionaria.

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Yasín TIMLALI Al-Fanar

Apesar de la importancia de logros como el ascenso del movi- miento sindical independiente egipcio o la renovación de la cúpula de la Unión General del Trabajo tunecina, entre otros, ni la marcha de gobernantes totalitarios ni su conversión en «reformistas» han ido acompañadas hasta ahora por una iniciativa de cambio de las políticas económicas aplicadas en la zona, ni siquiera en Túnez o Egipto, donde la revolución derrocó a dos de los símbolos del matrimonio del gobierno autoritario con el saqueo liberal.

En Egipto, el Consejo Militar se comporta como si Hosni Mubarak se hubiera marchado del poder pacíficamente, a petición suya y no bajo una presión popular en las que las huelgas de trabajadores fueron un elemento decisivo. No hay una diferencia destacable entre los presupuestos generales que le preparó al Consejo Essam Sharaf en julio de 2011 y los que había preparado Ahmed Nadif, actualmente en la cárcel de Tora, al presidente depuesto en julio de 2010. Peor aún: vimos cómo el Consejo, tras una «lectura detenida» de las propuestas de su expresidente del Gobierno (destinadas a «proteger la revolución», de sí misma muy probablemente), ordenaba a Sharaf que redujera algunos gastos sociales que él intentó, de forma tímida, no reducir (sanidad, vivienda, pensiones y ayudas al desempleo).

El actual primer ministro, Kamal al-Ganzuri, es digno sucesor de su digno antecesor. Pese a que las protestas siguen en todas sus formas (huelgas de trabajadores, manifestaciones para exigir el suministro de gas...) no hay ninguna diferencia entre la política económica que quiere aplicar bajo la supervisión del Consejo Nacional, y la política de los gobiernos de Mubarak, una de cuyas principales bases era la de cargar solo a los grupos más desfavorecidos con la financiación de la economía aumentándoles la presión tributaria y pidiendo grandes cantidades al exterior que van a pasarse toda la vida pagando ellos y sus hijos y los hijos de sus hijos.

No hay una prueba más clara de esta línea de continuidad entre pasado y presente, entre el totalitarismo civil y la democracia militar, que lo que se escucha estos días sobre la anulación de la subvención de algunos productos (carburantes), y el proyecto de petición de un préstamo de 3.200 millones de dólares al FMI, que pone como condición, para inyectar esos millones a las arcas públicas egipcias, el control de la actuación gubernamental, concre- tamente del gasto social.

Un año después del 25 de enero de 2011, no ha habido una marcha atrás en la política económica de Mubarak (cuyas desventajas han quedado resumidas en la «corrupción» y el «beneficiarse ilícitamente») ni en la privatización de decenas de empresas gubernamentales (pese a las pérdidas flagrantes que representa para las arcas públicas) y no se piensa en obligar a los empresarios a contribuir a la solución de la crisis financiera del país. Su contribución no debe ir más allá, desde el punto de vista de Al-Ganzuri, de tener la amabilidad de pagar el precio de la energía que consumen sus industrias (véase la decisión de eliminar las subvenciones a esa energía de forma parcial en diciembre de 2011).

No parece que los Hermanos Musulmanes, candidatos a formar el próximo Gobierno, tengan intención de dirigir la economía en otra dirección. Al contrario, vemos cómo reparten promesas (al Consejo Militar y a EEUU) de respeto a las leyes de inversión y los incentivos a los inversores.

A pesar del cambio político en Túnez (presidentes del Estado, Parlamento, Gobierno y gran parte de ministros de la antigua oposición) el panorama económico no difiere mucho del de Egipto. En cuanto el Gobierno islamista de Hamadi al-Yabali asumió sus cargos, se apresuró a tranquilizar al sector de los negocios (local y europeo) prometiendo respetar las leyes de inversión vigentes y los incentivos a los inversores, es decir, seguir la vía del Ggobierno de Bayi Qaid al-Sebsi que a su vez seguía la estela de los gobiernos de Zain al-Abidín Ben Ali. El presidente Munsaf al-Marzuqui no va a poner obstáculos para que se cumplan esas promesas: el 23 de diciembre pedía una «tregua social» y amenazaba con «aplicar la ley» en caso de que las huelgas y protestas siguieran obstaculizando la producción (amenaza que repitió en un discurso pronunciado ante los empresarios).

Un año ha transcurrido desde que el presidente refugiado en Abha entendiera que no tenía otra salida que su renuncia al poder, pero las nuevas autoridades de Túnez no hablan de renunciar al «modelo tunecino» vinculado a su nombre, erigido sobre la inversión en las zonas turísticas (cerca de los puertos comerciales) a costa de las zonas interiores, y sobre la orientación de la fuerzas productivas hacia la exportación y el fomento de los sectores económicos que no requieren mano de obra altamente cualificada, como el textil o servicios, lo que explica el aumento de la tasa de desempleo entre los medios con titulación universitaria. Si la mecha de los movimientos de protesta no siguiera prendida en el noroeste y el centro de Túnez olvidaríamos que la revolución tunecina, antes de convertirse en la elegante y romántica «Revolución del Jazmín», estalló en Sidi Buzid, una localidad privada del «milagro económico benaliense».

El objetivo de la descripción de este panorama deprimente no es lamentarse de que las clases trabajadoras no hayan podido imponerse como un jugador esencial en la arena política de la zona, porque la revolución no es una buena cosecha que hace realidad todos los deseos en un abrir y cerrar de ojos. Lo que pretendemos es recordar que las revueltas árabes están esperando a que se complete su primavera social y que las fuerzas capitalistas, alarmadas por el vuelco que se ha producido en el equilibrio de clases a nivel local y regional, se han aclimatado a la nueva situación árabe. Uno de los datos más destacados es que la élite de los partidos políticos religiosos ha ocupado el lugar de una parte de la anti- gua élite gobernante (en asociación con otra parte de ella).

Estas fuerzas están mostrando una gran flexibilidad e igual que apoyaron en el pasado los gobiernos de Mubarak y Ben Ali, hoy están apoyando a los que han nombrado los «guías», Mohamed Badia y Rashed al-Ganushi entre otros, con el compromiso de contener movimientos sociales y políticos radicales. Por eso, la próxima etapa de la trayectoria del cambio en la zona árabe parece muy delicada, ya que por primera vez los asalariados y los sectores más desfavorecidos se encuentran ante gobiernos islamistas ataviados con la legitimidad revolucionaria, surgidos en parte de clases dominantes representantes de pleno derecho de sus intereses. Su lucha ahora puede que sea más difícil que cuando estaban en la oposición, pero pueden sacudirse el sanbenito del espejismo de la «solución religiosa» si ven que la corriente islamista les distrae con el deber de aferrarse a «su identidad» para hacerles olvidar que el «interés general» que defienden es «el interés de los ricos», con o sin barba.

© Artículo publicado en la web de Rebelión.

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