Es muy raro, rarísimo, que un drama de contenido sexual sea bien recibido en EEUU, siendo una sociedad dominada por el puritanismo. Algo diferente han debido de descubrir en «Shame», porque seguramente se han visto reflejados en sus complejos relativos a la desnudez. Está claro que el afrobritánico Steve McQueen sabía lo que hacía, pese al riesgo representado por una inversión de seis millones de euros, recuperada ya de entrada en la taquilla estadounidense. Rodó en Nueva York con el mismo equipo de su ópera prima «Hunger», mitad inglés mitad irlandés, y repitiendo con su actor fetiche Michael Fassbender, que también estará en su tercer largometraje «12 Years A Slave», junto a Chiwetel Ejiofor y Brad Pitt.

En «Shame», el actor angloalemán forma pareja con la no menos ascendente Carey Mulligan, que interpreta a su hermana. A simple vista la visita de tan cercano familiar altera su vida de soltero, basada en las emociones de las adicciones sexuales, que son lo único que le ayuda a poner picante en una existencia gris marcada por el éxito profesional. Nada se dice sobre la relación en el pasado entre los hermanos, pero se intuye que marcó a ambos de una forma muy íntima.

El cine de Steve McQueen es puramente físico y se sustenta en la expresión corporal, mediante la que comunica más que con los escuetos diálogos. La palabra sólo cobra fuerza cuando ella, que trabaja como cantante en un cabaret, canta emotivamente «New York, New York».

Si en su anterior «Hunger», la gran esperanza negra del cine actual estudiaba la capacidad de resistencia humana sobre el escenario de una huelga de hambre política, en «Shame» analiza los límites sexuales y la necesidad de forzarlos para comprobar hasta dónde somos capaces de llegar sin sentirnos unos enfermos o unos obsesos. Merece la pena pasar por cierta incomodidad viendo la película, con tal de medir nuestro equilibrio.