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Josu Iraeta | Escritor y miembro del colectivo Hemen Gaude

¡A por ellos!

Las medidas adoptadas por los sucesivos gobiernos españoles en el ámbito social y económico suponen la entrada en una «posdemocracia» sin haber pasado por un sistema realmente democrático. Estos movimientos, junto con los que en el mismo sentido se vienen produciendo en el ámbito de la Unión Europea, demostrarían que la democracia liberal se descompone y sus gestores han desarrollado algo muy parecido a aquel despotismo ilustrado del «todo por el pueblo pero sin el pueblo», o lo que es lo mismo y en palabras de Josu Iraeta, una «posdemocracia». La vuelta a esquemas del pasado.

Tal vez para algunos de quienes me honran con su lectura, la cabecera de este artículo pudiera suponer un exceso, acaso una metáfora mal intencionada, pero no, es la expresión de una realidad. Una realidad que requiere articular mecanismos de defensa, ante la agresión que supone volver al pasado, imponiendo la «posdemocracia» como sistema político vigente.

Tampoco tengo problema alguno en admitir que, habiendo definido durante décadas al sistema político vigente en el Estado español como «democracia formal», supone de hecho aceptar que a los gallegos, catalanes, vascos y españoles que por razones de edad no conocimos la República (1931-1939), el Partido Popular nos ha brindado el dudoso privilegio de situarnos en la «posdemocracia» sin haber vivido en democracia. También es cierto.

A pesar del enorme esfuerzo político y económico ejercido durante los últimos cuatro años, adoctrinando a la sociedad en la bondad del camino elegido como el «único posible» para entender y admitir la evidencia del deterioro democrático que estamos padeciendo, no es preciso escuchar el contradictorio discurso de los grandes pensadores del sistema, basta con observar la escasa si no nula capacidad de los diferentes gobiernos ante los tres torpedos lanzados al mismísimo «santabárbara» de los países de la Unión Europea, es decir a su soberanía.

Estos son los «torpedos»: a) Los mal llamados mercados de deuda soberana, con razón temidos y sin ella erigidos en verdaderos «comisarios» del sistema financiero, capaces de articular la bancarrota de cualquier país.

b) El imparable y progresivo vampirismo que desde Bruselas se está ejerciendo sobre la soberanía económica y política de los países de la zona euro.

c) La descarada ingerencia y el vergonzante intrusismo del dúo «Merkozy» en toda el área europea.

La progresiva dependencia ante el núcleo duro europeo -aceptada más que negociada- de políticos débiles, acomplejados, que fuera del cortijo -y no por ser amateurs- son considerados «meritorios», personajes cuyo objetivo principal no es otro que prevalecer, hace que los gobiernos de los que forman parte miren y respondan más a las imposiciones y exigencias externas. Al servicio de intereses estratégicos de otros países, despreciando los compromisos internos establecidos con quienes los legitiman con sus votos.

Hasta ahora, desde el Gobierno de Zapatero y Rubalcaba, pasando por el de la señora Barcina, el de Patxi López y el actual de Mariano Rajoy, han personalizado una encendida defensa de la globalización, definiéndola como «el tren que no se puede dejar escapar», pero a diferencia de ese panfletario discurso, hoy es evidente que a más globalización; menos economía, menos trabajo, menos protección social y menos democracia.

No se libra nadie, tanto el Gobierno de Madrid como los de Iruñea y Gasteiz se avienen al macabro juego. Buscan ganar la confianza de los mercados para poder atraer comercio y entradas de capital a su área de influencia. Para ello -ignorando las numerosas y nefastas experiencias habidas con la deslocalización- ofrecen mercado laboral flexible, desregulación, privatización y «apertura comercial».

En mi opinión entre todas las medidas adoptadas por el Gobierno de Mariano Rajoy, la más canalla es el abaratamiento del despido. Los que todavía siguen trabajando, ahora saben que les pueden despedir más facilmente -ya antes era fácil- y lo que es peor, no podrán oponerse a las decisiones de la empresa, aunque estas sean contrarias a la ley.

Es más, si acuden a los tribunales, incluso en el caso de que estos les den la razón, no supondrá el restablecimiento de sus derechos. La empresa resolverá el problema por un «módico» precio, y así la empresa habrá comprado con dinero el silencio de la justicia. En un pispás han anulado el ya de por sí escaso carácter democrático del sistema.

No podemos aceptar que este es el único camino, aunque para ello hayan tenido que modificar su «intocable» Constitución a espaldas de los derechos adquiridos. No podemos admitir un proceso de erosión al equilibrio que fundamenta todo derecho. De hecho lo que hacen es transferir la fuerza del Derecho a las manos del más poderoso: la empresa. No podemos volver a empezar de cero, porque en el siglo XXI es inaceptable incluir al trabajador en «gastos de explotación». Debemos hacer valer el derecho al trabajo y la dignidad de las personas.

La historia no miente, han pasado los años, pero no resulta difícil recordar cómo tras la caída del muro de Berlín (1989), el mensaje unívoco de Washington puso al mundo mirando a Moscú. Cuántas veces hemos leído aquello de «El progreso y la libertad se cimentan en la democracia liberal».

Aseguraban que ninguna ideología alternativa regiría el mundo en mucho tiempo. Pero la ausencia de ética inherente al capitalismo muestra con nitidez la insuficiencia de la democracia liberal para neutralizar su inevitable y grave enfermedad genética: el impulso de una corrupción ávida de dinero.

En contra de las «profecías» de la doctrina capitalista, lo cierto es que los hechos demuestran que la democracia liberal se descompone y sus gestores nos sitúan en algo muy parecido al «despotismo ilustrado» del siglo XVIII, aquello tan repugnante de «todo para el pueblo pero sin el pueblo». Esto es lo que yo califico de «posdemocracia».

Debo reconocer que no estoy en condiciones de prever qué niveles de enfrentamiento pueda adquirir la respuesta a la tensión que desde la Moncloa están provocando. Cierto, pero añadiría que el señor Rajoy y sus ministros están en similares condiciones, pues si no, ¿qué significa el que, no utilizando los medios que tienen a su disposición, ni en la medida en que acostumbran, pero vienen filtrando la posibilidad de que la progresiva destrucción del derecho laboral que pretenden imponer, «pudiera» derivar en problemas de seguridad? Está muy claro, lo dicen porque son conscientes de que su «plan de intervención» es totalmente inasumible, incluso en una democracia formal como la suya. Y esto es muy arriesgado, no se puede mantener el sistema dando la espalda a la ciudadanía.

El conjunto de razones expuestas en el desarrollo del artículo fundamentan mi opinión de que el Gobierno de Mariano Rajoy y su «doctrina» son, sin duda, el pasado que vuelve.

Permítanme finalizar volviendo a la cabecera, plagiando a una «célebre» periodista: ¡A por ellos!

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