Mikel INSAUSTI

Hace tiempos que el dicho de “segundas partes nunca fueron buenas” quedó invalidado en lo que al cine respecta, y el que nos ocupa es otro de los tantos casos en los que la secuela supera al filme precedente. “Furia de titanes” aspiraba a ser un gran espectáculo, pero fallaba en la parte técnica por culpa de una conversión precipitada al 3D. Todos los problemas concernientes a la imagen en relieve se han solucionado con la filmación estereoscópica de “Ira de titanes”, a la que se ha añadido un derroche de efectos especiales pensado para asentar definitivamente la franquicia y asegurar su continuidad comercial. Hay momentos en que el despliegue infográfico está tan sobredimensionado que puede llegar a abrumar al espectador, y si no se vuelve en contra de la película es gracias a que el argumento da cabida a luchas sobrehumanas entre los dioses del Olimpo, como la batalla final contra Kronos, la inicial contra las Quimeras, la central contra los Cíclopes o la que tiene lugar en el Laberinto del Minotauro.

La dramatización es mínima, si bien suficiente como contrapunto a la acción. Los guionistas no se han vuelto locos y han dejado el espacio que cada caracterización reclamaba dentro de una obra coral. El reparto equilibra muy bien las relaciones entre los personajes, por lo que la heroicidad estoica del Perseo encarnado por Sam Worthington se compensa con el sentimiento que pone Rosamund Pike como Andrómeda o el humor de Tobby Kebbell en el rol de Agenor, sin olvidar la locura aportada por el genial Bill Nighy haciendo de Hefesto. Ellos contribuyen a lo que de aventura contiene “Ira de titanes”, mientras que el peso mitológico de la función recae sobre Liam Neeson, Ralph Fiennes, Danny Huston y Edgar Ramírez. Se encargan de la parte folletinesca que sirve de motivación psicológica a la épica, y que una vez más atañe a la responsabilidad de la figura del padre con respecto a sus criaturas, con mayor motivo al tratarse de divinidades que rigen los destinos de la tierra.