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Aitxus Iñarra | Profesora de la UPV/EHU

La metamorfosis

«La trama del mundo con sus causas y efectos, no es sino cambio perpetuo», un acontecer de complejas relaciones sujeto a la mutabilidad de la vida, de la psique y el dinamismo social, afirma la autora que aborda el fenómeno de la metamorfosis, su esencia y sus leyes. Afirma que en época de innovación, el cambio «vende bien» pero que muchas veces no es sino un simulacro con intención de obtener beneficios o ventajas personales. Considera que la metamorfosis, a veces imperceptible y a veces observable, rompe las identidades fijas y difumina los límites, nos otorga una idea más de proceso que de foto fijada. Considera, finalmente, el cambio como algo natural, ansiado o detestado en función del interés o la necesidad de uno, en definitiva, la forma fundamental de la existencia humana.

Sin su fluir qué sería del río, del viento sin su movimiento, de la tormenta sin sus relámpagos. Qué de la serpiente si no mudara su piel, qué de la vida y del ser humano sin el cambio. Proteo, el inasible dios del mar, que cambiaba su naturaleza en diversas formas con solo desearlo, gozaba del don de la metamorfosis. Así, se transformó en león, serpiente, pantera, jabalí, agua corriente y árbol frondoso ante Menelao y sus compañeros necesitados de su oráculo. Solo pudieron capturarlo cuando se durmió. Entonces le obligaron a profetizar para poder romper el hechizo adverso y conseguir un viento favorable para su regreso.

Solo el secuestro de Proteo puede detener durante el tiempo que dura este, la plasticidad de su forma, su ininterrumpido cambio. Únicamente con la captura del oráculo durmiente se puede parar su movimiento, y con él el tiempo, para poder conocer, ver lúcidamente más allá del presente. También la metamorfosis se paraliza frecuentemente en los cuentos, pero con resultados diferentes. Del «érase una vez» con el que se marca un origen, un principio remoto, hasta el final cerrado de «fueron felices para siempre». Esa clausura o paralización del tiempo, de cualquier movimiento nos otorga la seguridad de la felicidad eterna, en una permanencia proyectada, congelada, inexistente.

Sin embargo, la trama del mundo con sus causas y efectos, no es sino cambio perpetuo. Un acontecer de complejas relaciones sujeto a la mutabilidad de la vida, de la psique y el dinamismo social, que se intenta encauzar mediante la continuidad marcada por el hábito y la norma. Este hecho lo comprobamos en los recurrentes cambios de representación o simbólicos que toda sociedad experimenta. Nuevas ideas, gustos y pautas se superponen a los anteriores, una vez que han sido establecidos, aceptados y legitimados. Entonces lo viejo queda velado por la nueva red de sentidos, fabricando una nueva manera, prevista, de interpretar la realidad. Asimismo, las categorías que creamos y reafirmamos no son sino un vano esfuerzo por retener la fluidez de la acción del ser humano. Los roles sociales proporcionan un buen ejemplo de ello. Nos encauzan en un juego pautado y nos permite trasmutarnos en diferentes, aunque previsibles, personajes.

En esta época de innovación, se vende bien el cambio, un cambio que se interpreta como algo que terminará siendo bueno, ya que su propósito es mejorar una situación desfavorable. Sin embargo, no pocas veces se defiende un cambio que no guarda en sí mismo más que la intención de obtener beneficios o ventajas personales. En estos casos el cambio se convierte a menudo en un simulacro: cambiar lo aparente para no modificar nada. Algo que desvela, no obstante, el inútil deseo del aferramiento de que toda siga igual.

En el campo de la percepción nuestra cognición dual, siempre mudable y dinámica, sujeta a los cambios de la interdependencia de los opuestos, propicia que la vivencia sea experimentada como un proceso de transformación. Así lo comprobamos en nuestras variadas y paradójicas creencias, emociones o ideas, que conforman nuestro yo onírico o vigílico. Este modo de percepción tiene su adalid en la ciencia. En este sentido, ha sido la teoría evolucionista la que ha marcado un antes y un después. Numerosas disciplinas además de la biología, como la antropología, la ecología, la psicología, la demografía..., han incorporado y adaptado de distintas maneras esta doctrina y han provisto al objeto estudiado de sentido de cambio. De tal modo que se ha creado una interpretación del individuo, la naturaleza y el cosmos, como algo constantemente cambiante.

A la sombra de este concepto algunos, interesadamente, han basado e idolizado la idea del progreso. Este tipo de cambio se nos ha vendido, al mismo tiempo, como inevitable, continuo y un bien en sí mismo. Hoy, en cambio, es difícil ignorar que está basado en la práctica enajenante de la explotación de la naturaleza y la disociación del individuo con esta.

La metamorfosis participa de la interacción de los diferentes, lo cual nos trae nuevas formas de ver el mundo, otorgándonos una idea más de proceso que de entidad fijada en unos límites. Rompe, por lo tanto, las identidades fijas, difumina los límites. Es el caso del género que ha ido evolucionando en el transcurso del tiempo. Hombre y mujer, biológicamente diferenciados, borran sus fronteras en el campo psicosocial fracturando y ampliando las rígidas identidades de antaño. Aunque la metamorfosis, tránsito a veces imperceptible y a veces observable, se experimenta de muy diversas maneras. Se muestra como discontinuidad incierta hecha de pensamiento y silencio. Rompe lo reiterativo, lo previsible, pero es al mismo tiempo eco de experiencias, pues se nutre de deseos o conductas del pasado. Una extraña continuidad, generada por la memoria, que le impulsa a ser idéntica y, simultáneamente, se renueva como diferente.

El cambio es ansiado y detestado, según donde se sitúe el interés o la necesidad de uno. Deseamos que nada cambie cuando las cosas nos van bien. Sin embargo, para quien se aferra a algo representa una amenaza, pues trae consigo la inconstancia de lo que se quiere conservar, la discontinuidad de esa forma, objeto físico o mental que se quiere inmutable. Esta persona vive el cambio como algo que discurre implacable, una ruptura hacia lo indeseable que procura temor. Una dinámica no controlable, que nos convierte, en este caso precisamente, en aquello que negamos o reprimimos.

Como es el caso de Tiresias a quien Atenea le cegó, pero le compensó dándole la visión interna. Cuando este iba caminando por el campo se encontró con dos serpientes, macho y hembra, apareándose. Al intentar separarlas, le atacaron y mató con un palo a la hembra, en ese momento Tiresias se convirtió en mujer. Siete años más tarde, caminando por el mismo lugar halló de nuevo dos serpientes en una situación similar. Esta vez mató al macho y se transformó en hombre. Debemos ser conscientes de que el cambio puede transformarnos en aquello que matamos. Aunque solo sea para que reparemos en aquello que negamos.

El cambio, de un modo u otro, está siempre presente en nuestro deseo, sea para conseguir un fin o deshacernos de algo. Sin embargo, estimado lector, hay ocasiones en que uno comprende que aquél es la urdimbre viva de todas las cosas. Es tan natural, como la tierra mansa que pisamos. Entonces, quizás, te puedas detener un instante, tan solo un instante, para sentir y asombrarte cómo esa incesante mudanza que nace y muere, tan amada o temida, no eres sino tú mismo transformándote.

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