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Alberto Pradilla | Periodista

Apocalipsis Mac

43 minutos sin Gmail. Primeros 60 segundos. «Será un error». F5 compulsivamente. Vuelvo a tener 15 años y juego al Street Fighter a 25 pesetas, aporreando el botón con tanta insistencia que si me viesen los técnicos de este periódico me hubiesen lanzado un alt+ctrl+supr directo a la papelera de reciclaje. Pasa minuto y medio. «No puede ser». Se encienden las alarmas del pánico.

Llamo al experto informático. Un colega a quien tuvimos que regalar una hucha para abonarle todos los importunios con los que le martirizamos a diario. Para nosotros, ecuaciones de física cuántica. Para él, sencillas rutinas que hasta un mono armado con una Atari sería capaz de resolver. Escucho su voz al otro lado del teléfono. Pero no sé si me habla en finlandés o en élfico. Me envía a una incomprensible página en la que no me ofrecen ninguna solución. Me propone atajos ininteligibles. Cuelgo con la sensación de ser un zote.

Pasan 15 minutos con mi Gmail desaparecido. Me siento abandonado. En lugar de mentirme y largarse con la excusa de ir a comprar tabaco, me ha dejado una nota con un escueto mensaje: error 500. Actualizo por quincuagéisma vez pero no aparece mi efervescente bandeja. Frente a mí, tres líneas de una despedida que promete ser temporal, pero que suena tan sincera como el juramento de amor eterno tras una noche de lujuria. Me arrastro por el fango y me convierto en Enjuto Mojamuto, agonizando con un lastimero «Internéeeeeet» mientras echo humo por la boca. ¿Somos yonkis y Steve Jobs y Marck Zuckerberg se convirtieron en nuestros camellos?

En un arranque de dignidad, orgullo, o qué sé yo, me rebelo; y empiezo a plantearme cómo hemos modificado nuestras vidas. Hasta qué punto Google, Facebook o Twitter nos poseen. Regalamos nuestra intimidad, fotos de desfase, opiniones políticas, críticas despiadadas o mensajitos con amantes a un ente abstracto del que no conocemos nada.

Incluso caemos en la paradoja de denunciar el control social a través de una herramienta a la que entregamos voluntariamente nuestros datos más ocultos. En este punto, uno se plantea si la guerra cibernética no consistiría en cruzar los mensajes entre destinatarios y aludidos; desvelando engaños maritales, despellejes cuadrilliles o vicios inconfesables para generar el caos.

Ya han pasado 43 minutos y 7 millones de usuarios respiramos aliviados. Ha vuelto. Se me olvida lo dicho. Señores de Google: que no vuelva a ocurrir.

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