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Karlos Pastor Periodista

Sitios de Zaragoza, la apropiación de un mito

La conclusión que se extrapola es que el mito nacional, a modo de vacuna, adulteró la gesta secuestrando el auténtico mito, el local, el aragonés, a fin de ensombrecer y despojar así su vigorosa identidad

Hay momentos en la historia de los pueblos, que tras verse sometidos por el yugo invasor deben enfrentarse ineludiblemente a una enorme responsabilidad. En juego está su porvenir, su bienestar, su patrimonio, su carácter como nación, su libertad, su identidad; en suma, su existencia. La crónica que aquí presentamos contiene todas estas características y muestra el coraje superlativo de un colectivo, que optó por la más difícil decisión. Tras capitular un 21 de febrero de 1809, lo perdió casi todo, excepto su dignidad; luego, sólo un pueblo ganó la admiración permanente de los siglos. Este pueblo es el aragonés y la ciudad cuya suerte le tocó enfrentarse a dicha responsabilidad: Zaragoza.

Lejos de reconstrucciones históricas adulteradas, rememoremos hoy, 203 años después, quién fue el verdadero mito de esta historia.

En 1808 los ejércitos de Napoleón invaden España. Objetivo: aposentar en el trono español a José Bonaparte y convertir el estado, en mero satélite francés. Por aquel entonces, el país se hallaba sumido en honda decadencia. La monarquía, consagrada en la intriga y el libertinaje, acrecentaba el descrédito nacional, junto al arribista Godoy, quien concertaría con Napoleón, tratados portadores de una factura harto mortífera para la nación: la ulterior invasión napoleónica. Y para colmo, la sumisión ibérica a merced del antojo francés.

Derrocado el favorito tras el Motín de Aranjuez y destronados los soberanos en Bayona, un sinnúmero de incidentes y disturbios anti-francófilos se sucedían por suelo ibérico. El 2 de Mayo, Madrid se levantó en armas; luego, la insurreción salpicaría otras latitudes nacionales y el 6 de junio, España declaró la guerra a Francia. Posteriormente, otras regiones emularon igual gesta antigala. Ahora bien, no todas aquellas se encaramaron de parejo modo contra el francés; algunos salieron por piernas, otros apenas soportaron el fuego enemigo; en cambio, de los atacados por el invasor, salvo el 2 de Mayo, sólo una villa con todo su latir popular de 53.873 almas devino, sin parangón ibérico, en precursora y bandera de la defensa nacional. Esa fue Zaragoza.

Dos fueron los sitios y tres los asaltos. En ambos, un ejército ciudadano de todo género, edad y clase social: hombres, mujeres y niños; jóvenes y ancianos; aristócratas, religiosos y militares y hasta aquellos de bajo techo, como obreros y campesinos, se sublevó en masa. Agustina de Aragón o Palafox, entre otros, encarnaron los héroes y heroínas, pioneros de la lucha antinapoleónica y defensores de lo que la historia depararía luego como los Sitios de Zaragoza.

Concluido el asedio, el legado napoleónico a su paso por Zaragoza fue de: 32.700 balas de cañón, bombas y granadas y más de 69.325 kilos de pólvora. Total bajas francesas: 10.000. Total españoles caídos, sumados a los voluntarios no residentes, más los afectados por epidemias: 64.000.

El saldo de ruinas y cadáveres que aquel lance dejó para Zaragoza fue descomunal, como funesto. Zaragoza pasó de 53.873 vecinos a 12.000 almas.

Ahora bien, aquella contienda, con su secuelas de destrucción y sangría humana, permitió como nunca antes había acontecido, expresar de modo mayúsculo y excepcional la seña identitaria aragonesa.

Brío, aplomo, aguante; la estoica hipérbole del temple maño brotó para guerrear contra el usurpante enemigo. Aquella colosal epopeya, tornó Zaragoza en un símbolo nacional por derredor español. La industrialización decimonónica y el desarrollismo fabril del subsiguiente siglo XX, la resarcieron de las penurias y ruinas napoleónicas. Así llegó el progreso y la modernidad.

Ahora bien, ¿dónde ha quedado aquel espíritu de 1808 en el archicontemporáneo siglo XXI? Durante los postreros 200 años, a la gesta de Zaragoza se le ha otorgado un sello de superlativo triunfo militar «nacional». De esta suerte, cuando todo contemporáneo rememora la batalla, observa con gran estupor cómo de modo omnímodo, en toda crónica, la razón de ser del aguante, luego victoria zaragozana, residió en el vigoroso talante español. De aquí que, en los anales y la conciencia popular española haya imperado acerca de esta gesta, una creencia de victoria con firma nacional, luego símbolo y paradigma de mitificada patriótica hispanidad. Pero lo cierto, es que el fracaso francés no se debió al genérico carácter español. Sin duda alguna, el pueblo aragonés se vio auxiliado excepcionalmente, por voluntarios de las vecinas regiones ibéricas. Ahora bien, salvo la insurrección matritense, Zaragoza más sus gentes fueron los únicos precursores del desafío local contra el francés; desafío, luego porfiado por la ciudad de Girona. Entonces, y aquí brota el quid de la cuestión: ¿por qué se le ha conferido mayor propaganda al valor «nacional» militar, en menoscabo del valor identitario de un pueblo? ¿Por qué esta suplantación identitaria?

El «nacionalismo español» no sólo ha copado el primer plano para llevarse la medalla de la gesta, sino que ha patrimonializado el triunfo zaragozano hasta desvalijar su innegable identidad y extrapolar lo acontecido en Zaragoza a otras circunscripciones de la península, como si de un mérito centrípeto se tratase. Asistimos, pues, a un secuestro identitario, a la vez que usurpación del mito aragonés, maquinado a fin de adoctrinar, mitificar y vender la hazaña como mérito o virtud de todo el territorio nacional. Como corolario, tal expolio ha fraguado una falsa conciencia, tanto en el terruño político-militar, pedagógico y literario como en el celuloide y, por añadidura, en el último eslabón de la sociedad: el inconsciente colectivo español. Todo en aras de acentuar aquella gallardía otrora imperial, tan casposa, tan genocida con Latinoamérica y tan meritoria para muchos fervientes vernáculos de la extrema derecha, de culto; luego, bombo nacional-patriótico.

Como pregonó Ortega, España es un ser invertebrado. Tan huérfana de ego patriótico como yerma de un verdadero y unitario sentimiento de identidad nacional. De tal modo, el nacionalismo español, mesetario, artificial y darwinista por excelencia, se apropiaba de la local proeza zaragozana. Con ello, conseguía: vivificar el archihumillado pulso de grandeza nacional, y lo más importante, vestir de uniforme patriótico la ruina patria, con ropaje de hazaña zaragozana para resarcir así, su tan mísero currículum militar, tan carente de autoestima y sentimiento patrio y tan sobrado de protonacionalismo panmesetario; llámesele jingoísta, o sea, nacionalismo agresivo.

Ilustrado el marco de los acontecimientos, la conclusión que se extrapola es que el mito nacional, a modo de vacuna, adulteró la gesta secuestrando el auténtico mito, el local, el aragonés, a fin de ensombrecer y despojar así su vigorosa identidad.

De tal guisa, se ha bañado de esencia nacional la gesta zaragozana, en detrimento del verdadero héroe y dueño, a la par que mecha realmente impulsora de tal hazaña: el temple maño.

Como colofón, el Estado español tiene una deuda pendiente con Aragón y Zaragoza. Aquel brío, vigor y pertinaz visceralidad aragonesa devino el verdadero motor de la hazaña de 1808.

Resistencia, luego laureles los hubo en otras regiones nacionales, cierto; ahora bien, a diferencia de otros talantes penisulares, excepto Madrid y Girona, ese brío e ímpetu, sólo se dio con especial, particular y primigenia fuerza en Zaragoza. Y es que tal ímpetu sólo fue posible a merced de unos valores exclusivos a la par que atípicos, entre todo doquier nacional y que por ello otorgan a Aragón una singularidad identitaria única de gran personalidad y de portentosa prestancia.

En suma, Aragón y Zaragoza poseen de una carga identitaria única: María Moliner, Sender, Cajal, Servet, Gaspar Torrente, Palafox, Goya, Labordeta, Gracián, Costa o Buñuel han sido algunos de los hijos que la madre tierra maña ha gestado. Vástagos cargados de ese paradigma identitario. Tales genios, desde el descanso eterno, tan solo dirían: ¡Despierta Aragón, quítate la mesetaria venda que ciega tu particularismo identitario!

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