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Derrota en el Calderón | Análisis

Una copia borrosa ante un original inmaculado

La copia -en este caso el Athletic- muy raramente supera al original -¿y alguien duda de que el Barça de Guardiola ha patentado otro fútbol?-. Resulta más improbable aún si el primero cuenta con buenos jugadores y el segundo los tiene sencillamente sublimes.Y si todavía así quedara alguna opción, el Athletic la terminó de arruinar: la copia salió emborronada, irreconocible, ante un original sin tacha, reluciente.

Ramón SOLA

Había una cosa que sí parecía garantizada antes de empezar la final del Calderón: el espectáculo. Pero ni eso. El Athletic se quedó tan lejos del Barcelona que abre otra duda mayor: ¿Podía realmente la copia de Bielsa competir en algún momento con el original de Guardiola?

Para buscar la respuesta hay que irse a una tarde lluviosa del pasado mes de noviembre en que en San Mamés se disfrutó uno de los mejores partidos, si no el mejor, de la pasada liga. Aquel 2-2, pero sobre todo el equilibrio en juego y en intensidad, evidenciaron que aquel Athletic sí podía competir con el Barça y hacerlo en la misma onda futbolística, con un modelo casi calcado.

Nada de eso ocurrió ayer, noche de bochorno en lugar de aquella tarde de diluvio. Solo el color de la camiseta y el aliento de la afición recordaron en el Calderón a aquel equipo de San Mamés. La copia elaborada por Bielsa con precisión de amanuense durante todo el año salió esta vez de imprenta desteñida, emborronada, con muy poca tinta y decididamente arrugada. Culpar al 1-0 tempranero pudo tener algo de sentido en Bucarest pero no ayer, porque el Athletic echó el borrón desde el primer segundo. A Messi le costó rematar justo 24 segundos, casi los mismos que había durado el himno; forzó un córner al minuto y medio; y lo mandó a la red a los dos.

Decir que el Barcelona salió enchufado se queda hasta corto. La de los quince primeros minutos fue su versión más excelsa, la de la velocidad extrema en la circulación de balón, la de los pases al hueco sin mirar sabiendo que el compañero aparecerá justo ahí, la de la recuperación inmediata en la presión, la del ritmo y la pauta adecuada a cada momento...

Si el Athletic optaba por marcar al hombre siguiendo a su par, cada desborde azulgrana descubría un agujero descomunal; pero si prefería taparse en zona, recuperar la pelota se antojaba imposible. Si jugaba raso, la perdía en la presión; si lo hacía en largo, en las cabezas de Piqué y Mascherano. Si salía, el Athletic se suicidaba; si se quedaba detrás, renunciaba. Así fue cundiendo una impotencia que no es para avergonzarse cuando el rival es este Barcelona. La misma sensación, agravada por el vértigo a la goleada, la han padecido estos años el Real Madrid -con reiteración-, el Bayern de Munich, el Milan, el Manchester United, el Arsenal...

Esta vez ni siquiera hubo ocasión de calibrar si los once leones estaban nerviosos, porque el mejor termómetro para ello es el balón, y el Athletic ni lo sintió en sus pies durante la primera media hora. Cuando el Barcelona coge el ritmo del toque-toque-toque, no hay tiempo ni de presionar.

Sí pareció que había tembleque de piernas en la jugada del 2-0. Una de las pocas ocasiones en que el Athletic podía sacar el balón con espacio y tranquilidad derivó primero en un trastabilleo de Aurtenetxe y después en un pase erróneo de los centrales. A Iniesta y Messi les costó apenas dos segundos armar el gol.

¿Por qué no apareció tampoco entonces el Athletic que sí supo sobreponerse en Manchester o Gelsenkirchen? Seguramente en el laboratorio de Bielsa habrá datos suficientes para saber si el desplome es físico, o si tiene que ver con lo anímico. En cualquier caso, es innegable que el equipo ha llegado a contrapié a estas finales, superado o impotente, véte a saber. Puestos a elucubrar, hubiera sido mejor disputar primero esta final ante el Barça -desapasionadamente hablando muy poco accesible- y sacudirse ahí los nervios para afrontar después la europea, ante un Atlético más parejo. El calendario ha sido el contrario, y a todas luces la derrota de Bucarest ha generado más ansiedad, más nervios, más presión por volver a ganar algo, por responder al reto que planteaba la movilización masiva y reiterada de la hinchada, por ver a la gabarra en la ría 28 años después...

Ampliando el foco, aparece otra realidad incuestionable. Los equipos vascos han perdido las últimas seis finales que han disputado -bien en la Copa o bien en Europa- desde 1988. El número se puede ampliar a siete si contamos la liga que se le escapó a la Real en Vigo en 2003 y que se llevó el Real Madrid.

El último trofeo lo ganaron los donostiarras en 1987 ante el Atlético, en Zaragoza. Un año después la Real perdió la Copa ante el Barça, como Osasuna ante el Betis en 2005 y el Athletic ante los azulgranas en 2009 y ayer. Entre medio se han escapado dos finales europeas: la del Alavés con el Liverpool en 2001 y la reciente de Bucarest. Derrotas de todos los colores: desde épicas como la de Dortmund a dignas como la de Osasuna o inapelables como la de ayer, pero siempre derrotas. Demasiado diferentes como para extraer una conclusión general. O sí. En un deporte tan exigente como este y con unos mimbres limitados como los de los equipos vascos, quizás todo sea tan fácil como empezar a saber disfrutar lo difícil que es llegar a una final.

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