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El maestro del relato corto de misterio, Bram Stoker y Drácula, «un siglo de inquietud literaria»

Se cumplen esta primavera cien años de la muerte del escritor irlandés Bram Stoker autor de la novela «Drácula», publicada en 1897 y de la cual Oscar Wilde afirmó que era «la obra de terror mejor escrita de todos los tiempos».

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Juanma COSTOYA

Abraham Stoker (8 de noviembre de 1847, Clontarf - 20 de abril de 1912, Londres) vino al mundo en una familia numerosa y pobre y en la que, a falta de bienes materiales, la cultura era tratada como un tesoro. Durante la infancia su salud fue quebradiza y pasó sus primeros años encamado. En esa época su madre no dejó de leerle cuentos de misterio y terror lo que tendría, al parecer y a posteriori, consecuencias literarias. La vida de Stoker no fue dichosa. En 1878 se casó con Florence Balcombe, una antigua novia de Oscar Wilde. Más trascendencia en su vida tendría la enfermiza relación que mantuvo con el actor Henry Irving del que fue amigo para todo, representante y secretario. En su compañía Stoker conoció los submundos de Londres y París. La sífilis que le llevaría a la tumba con 62 años en una pestilente pensión londinense fue un amargo y perenne recuerdo de esta época. Irving ningunearía a Stoker durante toda su relación que se extendió durante treinta años. Como muestra, y a pesar de que a su muerte el actor legó una considerable fortuna, ni un solo penique fue a parar a los bolsillos de Stoker.

La atracción por el mundo esotérico fue otra de las constantes de su existencia. El escritor perteneció a una sociedad secreta, la «Golden Dawn», de la que W.B. Yeats era asiduo, y en la que se trataban asuntos relacionados con el espiritismo y el ocultismo. Es posible que fuera en su seno donde Stoker comenzara a pergeñar el argumento de su obra maestra «Drácula». De todas formas los mimbres que le llevaron a la creación del famoso vampiro fueron extraídos de diversas fuentes. En primer lugar se inspiró en un personaje tan siniestro como real conocido históricamente como Vlad Tepes «El empalador» o Vlad Draculea, un caudillo transilvano célebre por la expeditiva crueldad con la que se enfrentaba tanto a sus súbditos como a los merodeadores otomanos de sus dominios. Otra de las fuentes que inflamó la imaginación de Stoker fueron las numerosas conversaciones que mantuvo con un extraño, falso y fascinante orientalista húngaro que se hacía llamar Arminius Vámbéry y del que oyó las más fantásticas interpretaciones del folclore, la historia y la cultura de la Europa oriental.

Quizás fuera la sífilis que le mató la responsable de su inestabilidad mental en los últimos días de su vida, aunque todo apunta a que la obra que le aupó a la fama también desempeñó un papel fatal. Según testigos de sus últimos estertores, una expresión desencajada y fija en las sombras de su miserable habitación y el susurro constante de la palabra «strigoi, strigoi» que puede traducirse como bruja o vampiro en rumano, fueron el postrer testimonio de Bram Stoker en el mundo de los vivos.

«Frankenstein»

Parece paradójico que cuando en Europa el mundo de la técnica, la ciencia y el librepensamiento se abría paso cada vez con más fuerza bajo el paraguas del Siglo de las Luces, algunas de las mejores plumas de la literatura del Viejo Continente insistieran en desarrollar argumentos fantásticos y supersticiosos. Algunas interpretaciones explican este hecho señalando que la ciencia tenía un aspecto oscuro, que daba miedo y en el que era imposible fijar sus fronteras. «Drácula» surge culminando una tradición literaria que, en sus ejemplos más significativos, se remonta hasta los primeros decenios de 1800.

En la noche del 15 de junio de 1816 y en villa Diodati, situada en los alrededores de Ginebra, unos jóvenes se calentaban alrededor de unos troncos ardientes mientras la tempestad rugía sobre la chimenea. Iluminadas sus caras por el fuego se encontraban allí Lord Byron, John William Polidori, padre de los vampiros literarios, y Mary W. Shelley, quien influenciada por el ambiente y la compañía, alumbraría esa misma noche un bosquejo de lo que después se convertirá en «Frankenstein», una novela que puede interpretarse desde la frase de otro ilustre artista de la época, Francisco de Goya, cuando sentenció: «El sueño de la razón produce monstruos».

Por cierto que la madre de Mary W. Shelley fue la filósofa y precursora feminista Mary Wollstonecraft, autora de una obra de estudio obligado en algunas facultades de ciencias políticas y sociología, «Vindicación de los derechos de la mujer». Mary Wollstonecraft, quien abogó toda su vida por la importancia de la educación y por un orden social basado en la razón, moriría joven, a los treinta y ocho años, a consecuencia de las complicaciones surgidas en el parto de su hija Mary W. Shelley, la autora de «Frankenstein».

Pocos años más tarde, en 1820, el escritor irlandés Ch. R. Maturin alumbró en la imprenta su obra «Melmoth el errabundo». Como corresponde a esos años, Melmoth es un personaje romántico, fáustico y byroniano. En su afán de hacerse con la vida eterna pacta con el diablo. Sin embargo, la longevidad y sus servidumbres se le hacen insoportables con el paso de los años y vaga inconsolable por la tierra en busca de alguien a quien transferir su pasada carga a cambio de su alma mortal. El personaje de Melmoth gozó de gran predicamento en la literatura posterior. Baudelaire el autor de «Las flores del mal» se hizo eco de su creación y Honoré de Balzac escribió un relato «Melmoth reconciliado», en el que el protagonista alcanzaba, al fin, el merecido descanso.

Sexualidad reprimida

Uno de los mejores escritores universales, Robert Louis Stevenson (1850-1894) reflejará también en «Dr. Jekyll y Mr Hyde» la eterna lucha del alma humana entre la virtud y la maldad. La lucidez del escritor escocés permite en su relato arrojar sombras sobre el papel de la ciencia, la moralidad y costumbres de su época. La obra puso de relieve una verdad tan incuestionable como inquietante: detrás de una apariencia intachable bien puede acechar un monstruo.

Buen amigo de Stevenson fue su colega Henry James (1843-1916). El epistolario que recoge su, por momentos, emocionante, altruista y siempre sincera relación fue publicado por Hiperión bajo el título «Crónica de una amistad». James es, a su vez, el autor de una obra tan atormentada y turbadora como «Vuelta de tuerca». La inquietud ya no llega aquí de la mano de un siniestro anciano como en el caso de «Drácula», o de la apariencia de un monstruo incomprendido, como en la obra de Shelley. Se trata, en efecto, de una vuelta de tuerca y el terror surge de quien a priori menos se espera: dos niños de perfecta y melosa apariencia y de la extraña relación que éstos mantienen con su niñera. Faltaban todavía algunos años para que el médico vienés Sigmund Freud, (1856-1939) padre del psicoanálisis, hablara de la trascendencia de la sexualidad reprimida y de sus consecuencias en la salud física y mental de los sujetos. Del impacto que en el público lector supuso «Vuelta de tuerca», que, en ocasiones e incomprensiblemente ha sido catalogado como un libro destinado a un público infantil, dan fe las numerosas y diversas interpretaciones que de la obra han realizado corrientes estructuralistas, marxistas, feministas o el mismo psicoanálisis. Como en tantas ocasiones, aquí, la literatura va un paso por delante de la ciencia. Ecos de Henry James reverberan en la obra de otro de los grandes de la literatura. El relato de Rudyard Kipling (1865-1936) «Ellos» transmite al lector la misma atmósfera desasosegante en la que la arquitectura de una casona y la presencia infantil son los hilos conductores por los que circula la creciente inquietud del lector.

Trágicos destinos

Buena parte de los mejores escritores de literatura fantástica y de misterio de esos años compartieron similares destinos y finales. Los últimos momentos de Edgar Allan Poe (1809-1849) recuerdan al del propio Bram Stoker. Alucinado, vestido con ropas que no eran suyas, balbuceaba palabras inconexas en un delirium tremens provocado por el alcohol. La causa última de su fallecimiento no se supo con exactitud aunque desde luego el alcoholismo y parece que la sífilis contribuyeron a ello. En su último día el maestro del relato corto de misterio fue previamente emborrachado y llevado de urna en urna para que votara fraudulentamente a un candidato en unas elecciones locales. Cuando ya no podía tenerse en pie fue abandonado en una taberna en donde le reconoció un admirador suyo. Su agonía se prolongó durante cinco días.

Son también significativas las coincidencias entre la vida de Bram Stoker y la del escritor austriaco Gustav Meyrink (1868-1932), autor de la novela fantástica «El Golem». Meyrink fue un estudioso de la cábala, del esoterismo y del budismo. A lo largo de su vida se relacionó con numerosas sociedades secretas entre otras las de los rosacruces, los illuminati y la orden del Amanecer Dorado (Goldem Dawn), la misma a la que perteneció el autor de «Drácula». En cierta medida y al igual que su ilustre predecesor, Meyrink se basó en las leyendas y el folclore, en este caso de los judíos centroeuropeos, para crear un monstruo que aterrase las callejuelas del gueto de Praga.

Otro de los admiradores confesos de la obra de Bram Stoker fue Arthur Conan Doyle (1859-1930) el creador literario de Sherlock Holmes. Conan Doyle fue, además de un apasionado de la historia medieval, un ferviente creyente en el ocultismo y el espiritismo. Su propia esposa ejercía como médium y ninguno de los dos dudó a la hora de recorrer su país y el mundo dando conferencias sobre los entresijos del mundo psíquico. De estas experiencias saldría uno de sus libros menos conocidos «Nuestro invierno africano». Conan Doyle al igual que unos años antes Bram Stoker no hicieron sino seguir la corriente de un tiempo que, en algunos círculos, consideraba perfectamente normal la vida de ultratumba. Particular influencia tuvieron en esos círculos los artistas y los escritores consagrados, D.H. Lawrence, D´Annunzio, Yeats, Kandinsky, Mondrian o Pessoa entre otros muchos. La novela gótica, de misterio y terror sigue ofreciendo títulos y reediciones a sus lectores. Uno de los últimos «El muñeco», una antología de relatos firmado por Daphne du Maurier (Fábulas de Albión) y en la que la autora de «Rebeca» explora el sugerente camino de unos temores tan irracionales como humanos. Frente a la fragilidad del ser humano y la debilidad de la memoria, la literatura parece alzarse como el único baluarte de la inmortalidad.

 

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