La insatisfacción revolucionaria como argumento contrarrevolucionario
Dabid LAZKANOITURBURU
La salomónica sentencia contra el rais Mubarak y su entorno y las protestas masivas en la Plaza Tahrir han dibujado un escenario en el que ha quedado solapado un hecho histórico: la condena a cadena perpetua contra el, hasta hace año y medio, faraón de Egipto.
Ello no obsta a que la ira de los manifestantes esté justificada. El propio Mubarak, junto a sus hijos, ha sido absuelto de las acusaciones de corrupción por «prescripción de los delitos» y siete de los principales ejecutores de su política represiva saldrán a la calle por «falta de pruebas». Todo un escarnio para sus víctimas.
Que el viejo régimen sigue ahí, vivito y coleando, lo prueba también que los militares, que siguen dirigiendo la «transición», han logrado colar al último primer ministro de la era Mubarak, Ahmad Shafiq, a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales.
Los revolucionarios temen que Mubarak será indultado si Shafiq es aupado a la Presidencia y sospechan, con razón, que el rais podría seguir cumpliendo condena en una jaula de oro con jakuzzi y todo tipo de lujos, como hasta ahora. En todo caso, lamentan que, a sus 84 años, le queden biológicamente pocos para cumplir condena y muchos declaran que debería ser linchado públicamente como Gadafi.
Convicciones estas que, no por comprensibles tienen que ser compartidas, menos desde la frialdad que otorga la distancia. Y mucho menos cuando hay quienes, desde el más puro fundamentalismo seudorevolucionario, manosean esos argumentos para ciscarse en la Primavera Árabe, así en general, pero solo cuando les silba en la nuca a sus dictadorzuelos.
Desde aquí mi más sincera felicitación -y envidia- a los egipcios por haber sido capaces de condenar de por vida al suyo y mi esperanza en que, más temprano que tarde, consigan concluir su admirada revolución.