Con la quiebra del Gobierno navarro de coalición entre UPN y PSN, formalizada con una llamada a deshoras de Yolanda Barcina a Roberto Jiménez, llueve sobre mojado. Otro tanto ocurrió hace apenas un par de meses cien kilómetros al oeste, en Gasteiz. Fracasa un modelo de acción -o más bien de imposición- política consistente en crear instituciones basadas en intereses partidistas y ajenas a la mayoría social. Euskal Herria es mayoritariamente de izquierdas, y abertzale. Sin embargo, maniobras como la ilegalización de la izquierda abertzale desde 2002 o el veto de Ferraz al acuerdo alternativo en Nafarroa en 2007, en la línea del pucherazo que ahora se quiere consumar con la manipulación del censo, tergiversaron la representación social y la conformación de las instituciones. El resultado es este: en un momento en que se requerían ejecutivos fuertes, estos se han venido abajo por la propia inercia de su base carcomida.

Además, el desplome de los gobiernos de Lakua e Iruñea tiene como efecto secundario mostrar la relevancia real, mucho menor, de las dificultades de instituciones de Bildu como la Diputación de Gipuzkoa y el Ayuntamiento de Donostia. Los apuros de López y Barcina, cuyo pacto con Jiménez fue calificado de «fuerte y estable» y se ha derrumbado en un tiempo récord, llegan directamente de la calle, donde una mayoría se opone a su gestión, y no de cabriolas partidistas como la diseñada en algunos despachos de Gipuzkoa contra el diputado de Medio Ambiente, Juan Karlos Alduntzin.

Ambos ejecutivos, el de Patxi López y el de Yolanda Barcina, eran el reflejo de un mismo pacto de Estado. Lo que no ocurrió en ningún otro punto era la norma en Euskal Herria y se presentaba encima bajo la consigna del «cambio», cuando en realidad solo suponía un doble cerrojo contra la pujante mayoría abertzale y de izquierdas. A PSOE, UPN y PP les corresponde ahora decidir si siguen haciendo trampa sobre trampa o empiezan a basarse en criterios democráticos.