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«Côte basque», costa literaria

A principios del siglo pasado la costa vasca, al igual que la Riviera francesa, se puso de moda entre la aristocracia europea. Príncipes, reinas, burgueses acaudalados, figurantes, buscavidas con posibles y por supuesto poetas, escritores o simples juntaletras de saneada cuenta corriente, se arracimaron entre el mar, el casino y los grandes hoteles.

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Texto: Juanma COSTOYA
Fotografías: «Instantáneas de Biarritz», de Joaquín Sorolla y GARA

En este privilegiado universo una minoría selecta destacaba sobre las demás: la gran burguesía y la aristocracia rusas que desde Moscú y San Petersburgo llegaban en tren vía París, bajándose del sud Express cerca de las diez de la noche, en la Négresse, la estación de Biarritz. Uno de los pioneros en este tipo de viajes a la costa labortana fue Antón Chéjov, el literato cuya fama quedaba eclipsada, en su alojamiento, por los pantagruélicos desayunos, de hasta cinco platos, que ingería.

Chéjov fue, además y sobre todo, el hombre que supo plasmar la vida cotidiana de la clase media en medio de las contradicciones del imperio zarista y cuyos relatos breves han quedado como ejemplo de una aguda penetración psicológica. El director de cine Nikita Mihalkhov firmó «Ojos Negros», una exquisita película que recrea este ambiente elitista y que está basada en el relato de Chéjov «La señora del perrito». El autor ruso realizó en vida numerosos viajes que le llevaron a destinos notoriamente diferentes al soleado Biarritz. La isla-prisión de Sajalín, en Siberia, fue objeto de su atención y en ella escribió un libro reportaje que ha pasado a la posteridad literaria como ejemplo de literatura veraz y comprometida.

Vascos y mariposas

Unos años más tarde, en 1909, la familia del pequeño Vladimir Nabokov se instaló por dos meses en Biarritz. El que, con los años, llegaría a ser el autor de «Lolita» era entonces un crío inquieto que se iniciaba con entusiasmo en una de las grandes pasiones de su vida junto al ajedrez y la literatura: la caza y estudio de las mariposas. El pequeño Vladimir y su familia se instalaron acompañados de un séquito de once personas, que incluía, criados, mayordomos, institutriz inglesa, niñera rusa y hasta un ayudante de cámara del padre del joven Vladimir.

En su autobiografía «Habla, memoria» Nabokov recuerda los baños en la playa vasca, toda una ceremonia llena de asistentes: «Allí había bañistas profesionales, hoscos vascos con bañador negro, que ayudaban a las damas y a los niños a disfrutar de los terrores del oleaje». Y un poco más adelante, hablando del encargado de las casetas donde tan distinguida clientela se ponía y quitaba sus trajes de baño: «El me enseñó, y su lección se ha conservado desde entonces en una célula de cristal de mi memoria, que, en vasco, mariposa se dice misericoletea, o así fue al menos como me sonó a mí».

Biarritz está también asociado, en la memoria de Nabokov, a la melancolía que evoca, con el paso del tiempo, el primer amor. Como corresponde a la edad, con apenas diez años, el afecto de Nabokov se volcó con una niña de rizos rubios con la que compartía juegos en la arena. Colette Despres, que así se llamaba la elegida, era hija de unos burgueses de París algo negligentes en el cariño y la educación que debían a la criatura. Nabokov intuyó esta carencia y con la ingenua determinación de sus pocos años tomó la decisión de huir con Colette lejos de niñeras cargantes y de padres descuidados. La tentativa acabó en un cine de Biarritz, con el perrito familiar acurrucado entre ambos, y donde «nos proyectaron una espasmódica y lluviosa, pero emocionantísima, corrida de toros en San Sebastián».

Némirovsky y su suite

De entre aquel grupo de adinerados rusos que disfrutaban de la brisa en nuestra costa, destacó, con el tiempo, la que, en aquella época, no era más que una niña: Irène Némirovsky. Su padre, Léon Némirovsky, era un afamado banquero judío de Kiev al que años más tarde la Revolución bolchevique pondría precio a su cabeza. Su madre, Fanny, fue una mujer egoísta, pagada de sí misma, únicamente preocupada por aparentar juventud y por la legión de amantes que sostenía a golpe de talonario. En Biarritz, como en la Riviera, Fanny se alojaba en palacios alquilados o en los mejores hoteles mientras su hija Irène y el servicio lo hacían en modestas pensiones. Años más tarde, la Némirovsky evocaría su infancia como una «vida estricta, humillada, las lecciones, la dura disciplina, la madre que grita». Mientras, el padre viajaba, cerraba negocios y recorría los casinos de media Europa.

El fabuloso don para aprender idiomas que atesoraba Irène, le permitió, de la mano de sus niñeras, aprender euskara en aquellos veranos pasados a caballo entre Hendaia, Biarritz y Donibane Lohizune. Con los años sumaría, en su corta y trágica vida, al menos media docena de idiomas más: ruso, polaco, inglés, francés, finlandés y yiddish.

Al igual que a la familia de Nabokov, el estallido de la Revolución rusa derrumbó con estrépito aquella forma de vida. Los Némirovsky huyeron de San Petersburgo y se refugiaron en Moscú en un piso franco. En el encierro Irène leyó toda una biblioteca, desde Oscar Wilde a Platón. Meses más tarde y disfrazados de campesinos huyeron de nuevo, esta vez hacia Finlandia, de donde pasaron a Suecia, llegando a territorio francés en 1919. Recuperada la fortuna familiar, los años de entreguerras fueron más dichosos que su solitaria infancia. Después de una licenciatura en letras por La Sorbona comenzó a escribir con éxito. Su primera novela, «David Golder» (1929) es un ajuste de cuentas con su madre y con el pasado. Llegarían después «El baile» y «Las moscas de otoño».

La promesa de una vida plena, se había casado con Michael Epstein, un rico financiero judío, fue truncada por el auge del nazismo en Alemania. En 1940, el gobierno títere de Pétain dictó un primer «Estatuto del judío» que dejó a Epstein sin trabajo y a Irène sin poder publicar. El 13 de julio de 1942, dos días después de concluir «Suite francesa», fue detenida por los gendarmes y enviada a Auschwitz, donde fue gaseada el 17 de agosto. Su marido Epstein corrió idéntica suerte meses más tarde. Las hijas de ambos, Denise y Elisabeth, escaparon de la policía francesa gracias a su maestra de escuela que las ocultó, y más tarde, les proporcionó cobertura para atravesar el Estado francés en dirección a Niza, dónde vivía su abuela. A su llegada, llevando consigo escondido el manuscrito de la última novela de su madre, la abuela Fanny ni siquiera les abrió la puerta espetándoles «puesto que vuestros padres han muerto, debéis vivir en un orfanato». La madre de Irène murió en su mansión con 102 años. En su caja fuerte guardaba dos de las novelas de su hija: «Jezabel» y «David Golder».

Pierre Loti

Uno de los más asiduos visitantes de la costa vasca fue el escritor romántico y capitán de la marina francesa Julián Viaud, quien, a resultas de un viaje a Tahití, decidió cambiar de nombre y presentarse ante sus lectores como Pierre Loti. El autor de «Ramuntcho» ya conocía bien esta costa cuando en 1904 compró al doctor Etienne Durruty una casa cercana al mar en Hendaia. Años antes había sido el comandante del Gavelot, una cañonera varada en el Bidasoa. El paisaje y el paisanaje vascos le habían seducido con fuerza y de resulta de sus idas y venidas por el contorno trabó amistad con Otharre de Azkaine, un antiguo pelotari y notorio contrabandista a ambos lados de la muga; precisamente de las narraciones de éste nacería el germen de lo que después se convertiría en la novela de ambiente vasco y que se publicó como «Ramuntcho».

Loti fue un escritor muy prolífico y sus numerosos y exóticos viajes por China, Japón, Jerusalén, Estambul o el Pacífico, están detrás de buena parte de sus obras. Los vecinos de Hendaia solían ver su espigada figura, ataviado con una boina vasca y una makila en la mano, paseando por el barrio de pescadores. Su casa de Hendaia, concebida como una segunda residencia y en la que falleció, refleja ese mundo cosmopolita y romántico que es el argumento principal de sus narraciones literarias. Habitaciones que están decoradas con recuerdos viajeros y que simulan un café turco, una mezquita o una pagoda japonesa, componen este hogar. Para su escritorio, en Hendaia, Loti escogió el ala del edificio que orienta sus ventanas al mar.

Guerra en el mar, fiesta en la playa

Un testigo de excepción de los tiempos difíciles en la costa vasca fue el maestro de periodistas Enrique Meneses. En su biografía «Hasta aquí hemos llegado» recuerda la fuerte impresión que le hizo la batalla naval que se desarrollaba a escasos kilómetros de las playas de Biarritz entre barcos republicanos y franquistas. Mientras la tragedia se dirimía en alta mar los niños seguían jugando en la playa y los bañistas lanzaban grititos cuando el agua fresca les alcanzaba. «¿Cómo era posible que la vida y la muerte estuviesen tan cercanas?» se pregunta el autor. Unos años más tarde y pocas páginas más adelante, Meneses relata otro episodio histórico del que fue protagonista: la llegada del ejército alemán a la playa de Biarritz. El pueblo de la localidad costera se arracimaba expectante y atemorizado entre el mar y el casino. Cuando, con estruendo, aparecieron los blindados en el paseo marítimo, pocos vecinos podían anticipar la escena siguiente: los alemanes, en perfecta formación, se adentraron en la playa, se desnudaron, ¡y se dieron un baño! Los altavoces del casino invitaron a un desfile nocturno en la Place Clemenceau y Meneses afirma en su obra: «Fue tal el alivio que todo el mundo experimentó, habiéndose temido lo peor, que no faltó nadie en el desfile de los vencedores». J.C.

Surf y libros

Después del parón de la guerra mundial, Biarritz volvió a resurgir como destino turístico de élite. Un escritor tuvo, de nuevo, algo que ver. El guionista de Hollywood y escritor Peter Viertel fue el pionero en la introducción del surf en la costa vasca. En 1956 Viertel estaba en Iruñea rodando una versión de la mítica novela de Hemingway «Fiesta». Por cierto que el protagonista de la obra, Jake Barnes, escoge Donostia y su playa como descanso de su aventura sanferminera. Viertel trajo, desde California, dos tablas, y a pesar del escepticismo reinante, consiguió hacer del equilibrio sobre las olas algo más que una moda pasajera. El escritor, que se casó con Deborah Kerr y fue amigo personal de John Huston y Hemingway, fue el autor de dos espléndidas novelas basadas en el mundo del cine: «Una bicicleta en la playa» y «Cazador blanco, corazón negro». Esta última fue llevada al cine por Clint Eastwood y se basa en el caótico rodaje de «La reina de África» dirigida por John Huston. J.C.

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