Entrevista | Jaume Asens, abogado y defensor de los derechos humanos
«El derecho puede ser un arma valiosa para aquellos que se resisten al poder»
Garazi MUGERTZA | DONOSTIA
¿Cuál es el mensaje central de su libro?
«No hay derecho(s)» no pretende ser un libro de vanguardia, sino, más bien, un libro de retaguardia que lo que intenta es recoger las conocimientos y experiencias adquiridas durante todos estos años en espacios de luchas por los derechos humanos, en los movimientos sociales. El título básicamente es un grito vinculado a los oprimidos, una exclamación de injusticia que sienten aquellos que, de algún modo, la viven. Es un grito antiguo, de quien se revelaba contra los dioses, de las mujeres contra el patriarcado, de los trabajadores contra el poder empresarial o de los disidentes contra el poder religioso. Históricamente ha sido la bandera de aquellos que han impugnado al poder. Es una exigencia ético-moral que, muchas veces, se ha hecho contra la legalidad que produce el poder.
Pero ya desde el inicio los oprimidos se dieron cuenta de que también podía ser un grito que se hiciera en nombre de la legalidad. Porque el poder incumple su propia legalidad, el poder, muchas veces, deviene ilegal porque no es capaz de respetar sus propias reglas del juego y esa es una fuente de deslegitimación importante. Por tanto el oprimido puede disputarle la legitimidad al poder haciendo combate por la visibilización de esas contradicciones, de esa ilegalidad en que cae. Como dice la frase de Engels: «la legalidad os mata». Y ello sucede mucho más hoy en día que la legalidad está enriquecida con una serie de tratados, constituciones y cartas que reconocen derechos humanos y principios garantistas. La conciencia que surge en el mundo Occidental de que el horror de Auschwitz no puede repetirse alumbra un nuevo paradigma. Se redescubre el significado del constitucionalismo social que limita lo que antes era el estado liberal como legislador absoluto. Esos principios entrañan límites y controles a poderes de todo tipo, públicos y privados, de estado y de mercado. Por ejemplo, la separación de poderes y los derechos fundamentales, principios negados por el fascismo.
Los marcos jurídicos creados a partir de ese nuevo paradigma son una legalidad muy exigente. Nosotros intentamos mostrar cómo, en diferentes ámbitos y en tiempos de crisis y movilizaciones, esta legalidad se convierte en un espejo incómodo para el poder. Porque refleja la arbitrariedad jurídica, además de ético-política, de muchas actuaciones de poder realizadas en nombre del Derecho. Pero también porque permite juzgar de otro modo los actos de protesta y desobediencia que se alzan contra ellas. No ya como actos delictivos, objeto de criminalización, sino como herramientas legítimas, incluso necesarias, para forzar al poder a cumplir su propia legalidad y crear marcos jurídicos más igualitarios y libres de violencia. La idea es que el derecho normalmente se pone al servicio del poder y es un instrumento hegemónico de control, pero a la vez puede otorgar un arma valiosa a aquellos que se resisten a él. Hoy en día resistir al Derecho en nombre del Derecho ya no es una contradicción. Es algo indispensable para revertir la actual situación de violación sistemática de los derechos por parte del poder.
Trasladando esas tesis al terreno práctico, usted ha sido observador del proceso 18/98. En esta década pasada, ¿cómo se ha utilizado el Derecho en Euskal Herria?
En este caso el Estado español pone el Derecho al servicio de su política en Euskal Herria para hacer un uso interesado, para degradarlo y justificar actos de barbarie como actos de Derecho. El sumario 18/98 se inscribía en esa cultura de excepción con una idea aberrante puesta en boga por el juez Garzón: todos los grupos vinculados a la izquierda abertzale son, o están destinados a ser, apéndices de la estructura de ETA. De ese modo, la lucha antiterrorista se convierte en un verdadero acto de guerra que tiende a consolidar un derecho penal de autor: la idea es castigar no por lo que se ha hecho sino por lo que se es. Allí ha estado el reto de las asociaciones de derechos humanos y de la izquierda abertzale. En visibilizar ese proceso y darle la vuelta para conseguir desenmascararlo y demostrar que es una clara derrota del estado de derecho; que son ellos los ilegales, los que quieren convertir la excepción en norma.
Y ello se agrava tras los atentados del 11S...
A partir de ahí se inaugura un nuevo paradigma liberticida, una guerra global permanente que modifica las reglas del juego, la tradición ilustrada, y que legaliza medios inusuales e ilegales de excepcionalidad. Esa guerra había empezado antes en Euskal Herria. Pero, sí, se consolida y agrava después del 11S, cuando las actuaciones de excepción se multiplican. Estropicios legislativos, judiciales o policiales de todo tipo. Se cierran periódicos, se prohíben actos de protesta, se introducen delitos de opinión y hasta se amenazó con encarcelar a un lehendakari por convocar una consulta sobre el propio autogobierno. De hecho, basta pensar en la Ley de Partidos de 2002 como instrumento ad hoc para liquidar políticamente a un sector de la sociedad que quiere trascender el marco constitucional. Ciudadanos que no pueden expresar su opinión política. Ni en la calle, con manifestaciones ilegalizadas, ni en las urnas. A pesar de la letanía formal de que «en una democracia se pueden defender todas las ideas», tal engendro jurídico se aceptó sin escándalo por una parte importante de la sociedad. Un síntoma claro de su degradación cívica.
¿Qué opina de la declaración del ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, al decir que no cumplirá la sentencia del TEDH sobre la «doctrina Parot»?
Pues que es un buen ejemplo para poner en práctica lo dicho. Es una fuente de deslegitimación. Las asociaciones de derechos humanos tienen esa sentencia de Estrasburgo para ello. Además el incumplimiento de la sentencia puede tener consecuencias para el Estado español.
¿Qué tipo de consecuencias?
El Consejo de Europa tienen la función de vigilar el cumplimiento del Convenio de Estrasburgo y puede imponer desde sanciones financieras hasta adoptar medidas más drásticas, como la expulsión de un país de la UE, como pasó con el caso de los generales de Grecia, después del golpe de estado.
¿Cuál quisiera y cuál cree que será el futuro de la Audiencia Nacional tras el nuevo ciclo político abierto en Euskal Herria?
Lo deseable seguramente es que la Audiencia Nacional se convirtiera en un tribunal de justicia universal y que se ampliaran las competencias que ahora se han restringido. Ha sido pionera en eso y ha contribuido a que otros países ajustaran cuentas con un pasado dictatorial que permanecía impune. Otra cosa ha sido cuando se han abierto causas contra países poderosos. O cuando el caso de los crímenes del franquismo. Ahora con la querella presentada en Argentina para reabrir la investigación aquí bloqueada puede pasar algo curioso: que sea la periferia quien recuerde a la metrópolis que hay crímenes deleznables que no pueden enterrarse en las fosas del olvido.
Lo cierto es que con la Audiencia Nacional se pone en evidencia uno de los problemas de las políticas de excepción. Medidas que nacieron como excepcionales y para combatir un fenómeno concreto, luego se difuminan para el conjunto del entramado institucional, generan poderes y resistencias que incluso ni sus impulsores pueden controlar del todo. Y, cuando el fenómeno desaparece o está en evidente perspectiva de desaparecer, hay un riesgo de que se normalicen y no se desmonten. Eso es lo que estamos viendo ahora que hay un cese definitivo de ETA. Legislaciones excepcionales, tribunales excepcionales, prácticas policiales excepcionales. Y también, claro, sistemas penitenciarios especiales. Alfredo Pérez Rubalcaba decía que tenemos el sistema penitenciario más duro de la UE. Tenía razón y sobretodo para el colectivo de presos políticos, que viven un trato claramente discriminatorio. De todo ello aún no se ha tocado nada y eso es muy grave.
Dentro de la respuesta social a la crisis, después de la huelga general ha habido varias detenciones tanto en Catalunya como en Euskal Herria. ¿Cómo valora esta actuación?
Hay un ciclo de represión que va a la par de una movilización de masas. Hay nuevos medios de protesta y también nuevas medidas de represión y eso se ha puesto en evidencia después de la huelga general. Hay un antes y un después y hay toda una batería de medidas que tanto el Gobierno de Madrid como el de Barcelona reclaman, desde una mayor contundencia policial y judicial hasta más unidades antidisturbios, una Fiscalía especializada en violencia urbana, seguimiento de las redes sociales y asimilación de la protesta al terrorismo, intentando trasladar la política antiterrorista de Euskal Herria al resto del Estado, hasta incluir la resistencia pacífica como delito de atentado. En el fondo eso señala un proceso contradictorio que tiene que ver con la máxima visibilización de la persona declarada manifestante y máxima dureza. Y contrasta con la impunidad bajo la cual se producen las actuaciones de poder.
En definitiva, considero que tienen miedo. Tienen claro que hay un desborde importante. Lo dijo Dominique Strauss-Kahn siendo presidente del FMI: las políticas neoliberales que se van a aplicar a raíz de la crisis van a generar desordenes y revueltas. Ese diagnostico era certero. Y en un momento de descomposición del estado social y del estado de derecho, para controlar a la población tienen que dar una imagen de firmeza, de dureza, para restaurar el miedo, como dijo Felip Puig. Porque la carga de deslegitimidad de estas medidas es muy grande y son conscientes de que ese proceso de movilizaciones continuas puede llevar a una situación como la de Grecia, donde ocho huelgas han llevado a que esa protesta se traslade de la calle al Parlamento. Syrizia es producto de eso. El poder para afianzarse necesita inculcar miedo a la ciudadanía y la lista de enemigos cada vez es más amplia. El rostro de ese enemigo se esta normalizando. Ya no es alguien que está en una posición extrema de la sociedad. Puede llegar incluso a las capas medias, a la burguesía, como pasó en Argentina con la crisis.
¿Cómo puede garantizar el ejercicio de los derechos el Derecho?
Una forma es en la calle. Yo creo que los derechos se protegen en esas cartas y constituciones pero estas son papel mojado si no hay una función de vigilancia y de ejercicio efectivo de esos derechos en la calle. No hay derecho que haya nacido sin la desobediencia; todo derecho ha nacido de la ilegalidad. La primera huelga se convocó sin derecho a huelga. Erich Fromm decía que la humanidad nació de un acto de desobediencia y no sería extraño que muriera en un acto de obediencia. En el fondo, todos los derechos han sido creados por los llamados «antisistema». Si hoy tenemos jornadas laborales de ocho horas es porque ha habido gente, en un momento histórico determinado, llamado movimiento obrero, que han sido tratados en su momento como «antisistema» que han forzado la legalidad de ese momento y han creado nuevos derechos.