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Concertus interruptus

Inclemente mezcla de estilos en el Jazzaldia: de la mezcla de ritmos cubanos, jazz y rock de Marc Ribot a las delicadas melodías de conglomerado de Melody Gardot o la aguerrida y sobrehumana improvisación libre de Peter Evans. Todos -cada uno en lo suyo- triunfaron.

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Yahvé M. de la CAVADA

No es la primera vez que Marc Ribot venía a Donostia. En 2008 tuvo dos actuaciones programadas con su banda Ceramic Dog, pero hubo que cancelar la segunda por causas climatológicas. Una lástima porque, quienes pudimos estar en la primera, presenciamos algo inolvidable. Unos años antes, en 1999, el guitarrista presentó su entonces recién estrenado grupo Los Cubanos Postizos, la misma formación con la que pudimos escucharle el pasado viernes. El concepto es curioso, pero muy directo: unir los ritmos cubanos y las composiciones del gran Arsenio Rodriguez con músicos y sonidos de la vanguardia del downtown neoyorquino. Si hay alguien capaz de crear algo así con éxito es Ribot. Guitarrista global y de múltiples personalidades, está habituado de pasar del free jazz al rock, de los temas de Albert Ayler a las filas de grandes como Tom Waits, Elvis Costello o T-Bone Burnett, a cuya música ha contribuido ampliamente desde hace décadas (¿alguien puede imaginarse «Rain Dogs» de Waits sin Ribot?).

Lo que hacen Los Cubanos Postizas puede ser extraña al principio, pero una vez comienzan a sonar los infecciosos ritmos cubanos, el cuerpo se pone en marcha. Inmejorablemente flanqueado por Anthony Coleman (que tuvo poco espacio solista), Brad Jones, Horacio «el negro» Hernández y E.J. Rodriguez, Ribot acometió un buen puñado de improvisaciones soberbias. Su guitarra es tan delicada y sugerente como sucia y degenerada, con fraseos fracturados e imprevisibles y una gran carnalidad en su sonido. Es imposible escucharle impasible, puesto que, de una forma u otra, su estilo provoca emociones. Así, a golpe de son reconstruido e inflexiones sorprendentes, Ribot nos trasladó a un lugar donde músicas tan dispares pueden unirse para crear algo memorable.

Sólo hubo un «pero»: estando en lo más alto del concierto, con los músicos ya en estado de gracia, sufrimos un brutal tijeretazo: despedida rápida tras una hora de concierto, luces encendidas y ninguna posibilidad de disfrutar de un bis. Está claro que la estrella de la noche era Melody Gardot, pero Ribot no es hombre de actuaciones cortas, y resultó muy frustrante ver cómo un concierto tan estupendo como el suyo se iba para no volver. Muy mal.

Y más cuando Melody Gardot empezó su concierto con un generoso retraso, provocando un simpático mosqueo por parte del público (fue entrañable ver cómo la mayoría de asistentes silbaban y bufaban como hoolligans). Pero se nota que la cantante tiene tablas, porque salió al escenario completamente sola y empezó a cantar una sugerente melodía de aires gospel. Y muy bien, la verdad. En unos pocos segundos, el silencio reinaba entre un respetable completamente hipnotizado por Gardot.

La norteamericana representa una nueva generación de la canción ligera americana, forzadamente asociada al jazz. En su música hay pequeños detalles jazzísticos, pero esa asociación tiene más que ver con la tradición vocal americana a la que pertenece que con la música que plasma en disco. En directo, sin embargo, Gardot tiene cierta querencia por sonidos que entroncan en mayor o menor medida con el jazz, aunque su concierto en Donostia no podría adscribirse a ningún estilo concreto.

Fue de Nueva Orleans a las Antillas, de Brasil al Mediterráneo, sin llegar a hacer música de ninguno de estos lugares. ¿Es pop? ¿es world music? Sí y no. La cantante fagocita decenas de estilos y crea un producto terriblemente accesible que, si no fuese por la clase y el buen gusto con los que se sirve, sería una absoluta banalidad. Con una banda extraordinario, un espectáculo muy medido y una voz objetivamente extraordinaria, Melody Gardot enganchó hasta a quienes la esperábamos con mucho escepticismo.

La noche seguía en el Teatro Victoria Eugenia con la Jazz Gaua, un cajón desastre en el entraban casi una decena de conciertos de estilos muy diferentes. Entre ellos estaba uno de los más interesantes del festival (si no el que más) para los jazzófilos más avanzados: el de Peter Evans. El joven trompetista es uno de los músicos de más talento que ha dado el jazz en décadas, un auténtico portento y una figura imprescindible en el free jazz contemporáneo. Ante un público poco amistoso y en circunstancias inadecuadas para desarrollar su música, Evans superó expectativas. En sólo 42 minutos creó música desafiante y rupturista; a veces dura, catártica siempre. Algo grande y hermoso, imposible de expresar con palabras. Sobrenatural podría ser un adjetivo, pero se le queda pequeño.

 

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