Antonio ÁLVAREZ-SOLÍS | Periodista
El gran cínico
Las medidas antisociales y las frases con que las anuncian los distintos responsables del Gobierno del PP centran las críticas de Alvarez-Solís. En esta ocasión parte de la rotunda afirmación de Rajoy: «Hay que hacer las cosas que se deben hacer», que ha sido, a juicio del periodista, una de las más cínicas y productora de ira de los últimos años. En su opinión, el presidente español «ha cambiado su alta y degradada responsabilidad por un consulado que le imponen desde el exterior».
No creo que se haya dado en los últimos años de la política española frase tan cínica ni productora de ira como la pronunciada repetidamente por el Sr. Rajoy acerca de que «hay que hacer las cosas que se deben hacer». Esa frase no solo busca la pétrea y servil adhesión de los necios sino que expresa la escandalosa exclusión de todo posible pensamiento alternativo por el pensamiento único. Es una frase que denuncia lo inútil e incluso delictivo de toda postura que no acepte las aseveraciones del poder establecido como verdad única e irrebatible. En definitiva, una frase que acaba con el discurso intelectual y lo sustituye por la sumisión a la mezquina pretensión del déspota. Quizá tal cosa esté expresada con el «¡que se jodan!» con que la Sra. Fabra -sumergida en ese lenguaje progre con que se «moderniza» la derecha actual- cerró en el Parlamento la exposición de su líder de partido y de Gobierno acerca de los parados y la consiguiente protesta de los diputados socialistas.
Una vez más el Sr. Rajoy evita, con su lamentable cerrazón mental, entrar en el debate sobre las «formas» sociales posibles. Es cierto que si se pretende mantener el sistema neoliberal no hay más remedio que hacer «las cosas que hay que hacer» según ese neoliberalismo. Pero esta actitud de horizonte único -con la muerte del último hombre libre, diría Fukuyama- es obviamente monstruosa. El Sr. Rajoy conoce necesariamente que negar otras formas de sociedad resulta racionalmente imposible incluso para un integrista como él, por lo que recurre a huidas de actos que reclaman su presencia empleando incluso la indigna evasión por las puertas traseras de los locales en que se produce el contraste social. ¿Puede acaso el Sr. Rajoy, por ejemplo, explicar en términos serenos y convincentes lo que no es más que la renuncia apresurada y a bajo precio de la soberanía española para convertir a la nación que gobierna en pura dependencia colonial? No. El Sr. Rajoy ha cambiado su alta y degradada responsabilidad por un consulado que le imponen desde el exterior.
El Sr. Rajoy deambula políticamente por su propia patria. «Hacer lo que hay que hacer», en un momento en que la destrucción física y social afecta a millones de individuos -ya no cabe hablar de ciudadanos-, constituye una frase que transparenta una resignada asunción de las órdenes recibidas. Este espíritu de servicio al amo extranjero queda de relieve paradójicamente en la bravata con que una de las lamentables mujeres que rodean al resbaladizo líder, la Sra. Cospedal, trata de reanimar a los urgidos dirigentes del PP: «No es el momento de arrugarse por las protestas». En la misma línea que marca el proverbio «al mal amor, puñaladas» la ministra de Empleo, Sra. Báñez, afirma que «podemos mirar a la cara a los millones de parados» porque lo que se ha hecho es «salvar a nuestro país y nuestro estado del bienestar». En fin, bravatas, amenazas proferidas con arrogancia para intimidar a quien tenemos enfrente, fogata de virutas y espuma de cerveza. La nada entre dos platos.
La calidad moral de este gobernante que padecemos queda desvelada en su práctica de dejar cada amanecer bajo la puerta de los contribuyentes un «Boletín Oficial del Estado» o «Gaceta de Madrid» con una nueva serie de normas antisociales que previamente han sido explicadas al oído a los señores de la guerra allende la frontera. Luego se apercibe a la Policía y a la Guardia Civil, en quienes radica además una estupefaciente capacidad política de opinión y juicio ante las instancias estatales, para que apresten el instrumental con que yugular con la legítima coacción del Estado la violencia defensiva y fundamentalmente verbal de la calle. Es cierto también que una serie de españoles de la floresta callejera aplauden estas intervenciones de los agentes del orden público porque regurgitan un historial guerrillero contra el uso de la razón como transporte de la convivencia. Al español le gusta el coloquio atardecido y cómplice con el guardia, forma liberada de adhesión a la autoridad. A este tipo de coloquio restaurador de la jerarquía quizá se refería el Sr. Rajoy cuando advertía a los «populares» que han de salir a la calle con la cabeza «bien alta», o sea, desafiante. George Sorel decía que existía una «fascinación de la violencia» que se daba en los grupos autoritarios como satisfacción propia del poder.
Lo grave del proceder político de los «populares» en esta circunstancia histórica es que compromete, mediante la entrega del pilar básico de la comunidad, que es el pilar económico, los más profundos valores morales y políticos. Y el Sr. Rajoy ha entregado el pilar económico a las potencias europeas dirigidas por Alemania. Como lloraba el poeta estamos amarrados «al duro banco de la galera turquesa». Amarrados de tal forma que el presidente del Bundesbank, Sr. Weidmann, sugiere con la sonrisa del vencedor que España «se cobije bajo el paraguas» del rescate europeo como país y no limitarse a solicitar ayudas para su sector bancario. Es decir, como buen alemán rechaza los rodeos y desea una directa intervención totalizante. Y bien ¿qué podrá hacer un futuro Gobierno español de signo distinto al actual si se encuentra con la hacienda intervenida por poderes que no son lidiables en ninguna clase de elecciones? ¿Nos hemos quedado sin soberanía popular? Parece evidente que sí. No se trata, además, de que clamemos engreídamente por la desposesión de una soberanía que, en definitiva, hiere cada día a tantos españoles, sino que se trata de clamar por la imposibilidad, precisamente, de sanear esa soberanía convirtiéndola más o menos en eficaz cuando la bandera cambie de caballo. Si llegase esa hora dudo mucho que podamos retornar a la calidad de ciudadanos remontando el compromiso de deudores.
Andaba en esta suerte de cavilaciones cuando leí la nota de la Asociación Unificada de Militares Españoles que se dolía de los recortes del Gobierno y llamaba «a movilizarse a todos los compañeros para la defensa de los derechos e intereses legítimos que nunca pueden ser una moneda de cambio para paliar situaciones que nuestros dirigentes no son capaces de controlar». Grave documento, pensé. Sobre todo porque en la nota figura una afirmación que se debe tener en cuenta: «Estas capacidades de aguante tienen un límite». Y añadía, piedra sobre piedra, que «AUME va a ser beligerante contra todas aquellas medidas(...) que supongan pérdida de derechos conquistados». Ya sé que los afiliados de AUME son soldados y mandos subalternos, pero unos soldados y unos subalternos semejantes fueron los que, unidos a algunos generales, afiliados libertarios, republicanos y otros ciudadanos progresistas, en revuelta presencia, provocaron la Sanjuanada en 1926 o primer levantamiento contra la dictadura primorriverista, en demanda, como escribió Melquiades Alvarez, de la plena restauración de la legalidad constitucional -ahora también quebrantada. Clamaba don Melquiades que «el Ejército no puede tolerar que se utilicen su bandera y su nombre para mantener un régimen que despoja al pueblo de sus derechos». Ya sé que no estamos en 1926, pero la imaginación me invadió de modo turbador. Claro que los generales no están hoy con la tropa ni los capitanes son como Galán y García Hernández. Eran otros tiempos. Y, sobre ello, España permanece vigilada por Europa. Por tanto ahuyenté mis imaginaciones. Además, como dice el presidente Hollande, «España no está bien económicamente, pero los resultados de su equipo nacional la reconfortan». Bueno.