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CRíTICA: «Silencio de hielo»

El tiempo criminal se detiene en los campos de trigo

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Mikel INSAUSTI

Sabía que las novelas de Jan Costin Wagner transcurrían en Finlandia, y por eso lo enclavaba de forma errónea dentro del auge de la serie negra escandinava. El cine lo devuelve ahora a su verdadero origen centroeuropeo, de la mano del cineasta suizoalemán de ascendencia turca Baran bo Odar, con lo que todo parece encajar definitivamente. Pero claro, estamos hablando de un género universal, así que en «Silencio de hielo» se pueden encontrar rasgos comunes con «Zodiac» de David Fincher y con «Memoirs of Murder» del coreano Bong Joon-ho.

El segundo largometraje de Baran es una de esos thrillers perturbadores, cuyos personajes ya no te abandonan nunca, y siguen a tu lado a la salida del cine. Representan muy bien eso que se ha dado en llamar la huella del crimen, y que en «Silencio de hielo» queda plasmado a modo de pesadilla que se repite en el tiempo. Es como si cuando un brutal asesinato sacude a una pequeña comunidad rural, sus habitantes permanecieran en un estado de shock colectivo permanente. Así que el destino parece perseguirles al darse de nuevo el caso sucedido más de veinte años atrás, y en el mismo lugar exacto, con lo cual el fenómeno diríase que forma parte de la extendida sintomatología de una herida mal cerrada que vuelve a sangrar.

El cine de Baran es muy pictórico, con un expresionismo fuerte y abstracto que capta muy bien la fotografía de Nikolaus Summerer, su colaborador más directo y fiel. Disiento con quienes afirman a la ligera que se pasa de paisajista, ya que el equilibrio entre la palabra y la imagen es perfecto. Los omnipresentes campos de trigo, en cuanto testigos de las dos sucesivas muertes violentas, constituyen la declaración ambiental de la investigación, frente a los implicados que se extienden en conversaciones equivalentes al interrogatorio policial. Porque los protagonistas de «Silencio de hielo» hablan mucho, pero sin ajustarse a los roles convencionales que separan a víctimas y verdugos, y menos aún a quienes se encargan de atar cabos: un agente jubilado, otro viudo y una embarazada.

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