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CRíTICA: «L'Apollonide»

Esclavas sexuales de la Belle Époque

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Mikel INSAUSTI

El cine ha glorificado la Belle Époque a título de una edad de oro consagrada a la exaltación de los sentidos, como no podía ser menos al albergar el nacimiento y desarrollo del llamado séptimo arte. «L'Apollonide» es una película que rompe con la idealización histórica del periodo de entresiglos, mostrando su perfil más triste y decadente. Bertrand Bonello pone el dedo en la llaga al recordar que fueron malos tiempos para la mujer, incluso dando a entender que las películas clásicas han extendido una imagen de los burdeles de finales del siglo XIX y principios del XX totalmente festiva y falseada, ocultando una condición femenina esclavizada.

Bonello nos descubre lo que hay en el interior o detrás del cuadro, pues «L'Apollonide» no deja de ser una colección de pinturas en movimiento, de retratos que cobran vida para revelar que esas prostitutas que posaban solas en actitud alegre, en realidad eran explotadas por los hombres fuera de campo y su existencia resultaba muy desgraciada.

El icono de la película es la mujer marcada, en la medida que su rostro cruzado por sendas cicatrices en la comisura de los labios le otorgan un aspecto de sonrisa congelada y trágica mueca de horror. Fue el cliente que ella creía que podía sacarla del oficio el que precisamente la agredió relegándola a tareas domésticas. Es el símbolo viviente de un colectivo con una existencia condenada, para la que no hay escapatoria posible.

La idea de encierro y el estilo contemplativo con que filma Bonello a sus prostitutas, ha provocado las comparaciones entre «L'Apollonide» y «El gran silencio», pero no hay lugar a ello porque, en el caso del documental de Philip Gröning, los monjes aceptan la clausura de forma voluntaria y se sienten liberados en su fuero interno.

En consecuencia, Bonello mira a sus personajes como a objetos sexuales, y de ahí que el distanciamiento resulte mucho mayor. Tampoco es ascético o coherente desde el punto de vista estético, por cuanto se permite artificios caprichosos como la pantalla partida. Con la banda sonora ocurre otro tanto, al mezclar a Puccini y Mozart anacrónicamente con Moody Blues, Lee Moses o The Mighty Hannibal.

 

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