La confirmación del presidente colombiano, Juán Manuel Santos, de la existencia de conversaciones directas con las Fuerzas Amadas Revolucionarias de Colombia para explorar un proceso de paz que ponga fin al conflicto armado que vive el país desde hace casi medio siglo es un gran noticia. Sobre todo para millones de afrocolombianos, personas desplazadas, pueblos indígenas y campesinos atrapados en el fuego cruzado de una confrontación que hunde sus raíces en la desigualdad social y la parcial, y en muchos casos completa, ausencia del estado como proveedor de salud, educación y prosperidad a esas poblaciones. Es una nueva oportunidad, un nuevo punto de partida para transformar un conflicto enquistado en términos militares, en un impasse que desangra a toda Colombia, en una confrontación civil y democrática, donde los argumentos no sean impuestos a golpe de fusil.

Los intentos frustrados de procesos de paz con los gobiernos de Betancur, en los 80, de César Gaviria, a principios de los 90, y de Andrés Pastrana, a finales de la misma década, envenenaron la creencia de que la paz era posible en Colombia. La apuesta de Uribe, apoyado por el Plan Colombia y los miles de millones de dólares de EEUU, por una victoria militar que borrara del mapa a las FARC contribuyó enormemente a esa sensación de frustración y resignación. Pero la evolución política de la región, las aperturas unilaterales de la guerrilla -en forma de liberación de rehenes o el fin de los secuestros recaudatorios- y el buen hacer de países internacionales como intermediarios han conseguido invertir la tendencia y abrir esta nueva ventana a la paz.

El proceso se adentra ahora en una fase que podría denominarse de negociación sobre las negociaciones. Las especulaciones y los intentos de sabotaje -con el securócrata Uribe a la cabeza- no faltarán en el menú. Pero el convencimiento propio puede más. La paz definitiva será más que la firma de un documento en un proceso de diálogo resolutivo que no tiene alternativa.