La “Obertura de la gran Pascua Rusa” es un ejercicio de virtuosismo orquestal. “Musicalmente no dice nada”, comentaban ayer varios asistentes al concierto, y lo cierto es que tampoco lo pretende. Es tan solo una pieza de lucimiento y espectacularidad, un acercamiento de larga tradición en las oberturas rusas desde Glinka hasta Shostakovich y aún hoy, en el ámbito de una música contemporánea rusa desconocida en occidente pero muy activa en el país. Temirkanov entendió perfectamente la filosofía de la obra y se dedicó a demostrar lo que sus músicos podían hacer: hubo un perfecto unísono de toda la sección de viento nada más comenzar la obra, un maravilloso filtrado desde las cuerdas a los clarinetes en pianísimo, un espectacular pasaje de metales y otro de la cuerda grave... buena orquesta, sin duda. Tan bien fue Sayaka Shoji en el “Concierto para violín” de Bruch. Técnicamente impecable, aunque estuvo muy lejos de implicarse realmente en la interpretación. Se notaba hasta en su posición física que estaba allí casi por obligación, y que se tradujo en la parsimonia funcionarial con que ejecutó los dificilísimos pasajes del primer movimiento o los escalofriantes saltos interválicos del tercero, en los que se tiene que sentir el riesgo pero que fueron comunicados sin garra ni emoción. Mejor estuvo el lírico segundo movimiento, no intenso pero al menos dulcemente soñador en manos de Sayaka.

La segunda parte estuvo dedicada a la gran sinfonía rusa, la «Patética» de Tchaikovsky. Un amigo mío tiene una teoría con respecto a las interpretaciones de esta obra: o funcionan o no funcionan, independientemente de lo bien tocadas que estén. Hubo detalles descui- dados o discutibles en la versión de Temirkanov, pero fue, sin duda, una «Patética» auténtica, enorme en significado, anclada en la tradición interpretativa que esta misma orquesta mantiene desde que estrenó la partitura en 1893, y de una autoridad e inteligencia, para los que conocen las versiones clásicas de Mravinsky, ciertamente escla- recedoras.