CRíTICA: «El cazador de dragones»
¿De dónde venimos y a dónde vamos?
Mikel INSAUSTI
Al euskal zinema le sobran polémicas y desencuentros. Cuando por fin contamos con verdadero talento, sería una pena que no fructificara por culpa de los viejos malos hábitos heredados de la transición. La experiencia enseña que todavía nuestro simulacro de industria no está preparado para proyectos arriesgados como «El cazador de dragones», en vista de las diferencias habidas entre el realizador Patxo Barco, que reniega del montaje definitivo de la película, y el productor Angel Amigo. Como quiera que el segundo también es autor del guión, no cabe duda de que es quien queda como responsable de la edición presentada en las salas de cine de Euskal Herria.
Así las cosas, la propia película se presenta como metáfora involuntaria del antes y el después en nuestro cine y en nuestro país. Angel Amigo es un buen documentalista, situado ahora ante una ficción acometida con un espíritu de tránsito. Y en ese devenir entre el conocido punto de partida (documental) y la fabulación sobre los posibles objetivos a alcanzar (ficción), por extraño que parezca, está mejor contado el a dónde vamos que el de dónde venimos.
La parte viajera supera a la doméstica, dicho de otro modo. El costumbrismo localista funciona menos que la aventura y la acción, porque arrastra una serie de tópicos sobre debates ideológicos y expresiones endogámicas. En cambio, cuando Asier Hormaza llega a la selva se va transformando en algo más que un simple militante internacionalista, un poco como les sucede a los personajes visionarios de Werner Herzog. Puede con el entrenamiento militar, con el espionaje y hasta con misiones delirantes. Cuanto le sucede no tiene explicación, a no ser que haya sido poseído por el mismísimo Lope de Agirre, y de ahí que las preguntas que le plantea su hijo desde el tiempo presente no encuentren respuesta.
El momento en que, como San Jorge luchando contra el dragón, se enfrenta al gran helicóptero de combate en un enloquecido duelo de miradas, junto con el del ritual precolombino del guerrillero indígena antes de enfrentarse a la muerte, justifican por si solos la existencia de esta obra sin autor confeso.