Elena Martinez Rubio Doctora en Filosofía
La momia en ciernes
La momia en ciernes despertó al amanecer, diciéndose como solía últimamente: «Un día más con vida». Y eso que no había leído el libro del genial Ryszard Kapuscinski que llevaría ese título, un diario escrito con peligro de su vida durante la guerra civil angoleña. De cualquier forma, la potencial momia, al salir del sueño, volvió a sentir la vida como una incógnita que le asaltaba, como el reto sin escapatoria a afrontar su condición de estar todavía en el mundo. «Morir... ¿Sabré hacerlo?», se preguntó. «¿Cómo se recorrerá el arduo trecho final?». Y decidió mirar hacia otro lado, de momento.
Se puso enseguida en camino. Había pasado los días anteriores muy inquieta, atravesando bosques, subiendo de los valles a las cimas nevadas, estudiando sin cesar su situación, sabiéndose amenazada. Técnicamente iba al menos preparada para resistir con una magnificencia sin igual. ¡Qué superioridad de medios la suya, desarrollada y probada sobre el terreno! Gracias a sus antepasados, los primeros habitantes alpinos. Abrigo vegetal impermeable, calzado con suela aislante, arco y flecha para la subsistencia, mochila ligera con hacha de cobre y ascua conservada en recipiente de corteza de abedul que le permitiría encender el fuego sin problemas, además de otras indispensables herramientas «portátiles», para cualquier eventualidad. En ese sentido, se sabía segura y autónoma.
«Ma liberté/ largo tiempo te he guardado/ como a una rara perla/ mi libertad/ tú eres quien me ha ayudado/ a soltar amarras/ y partir no importa dónde/ yendo hasta el fin/ por los caminos del destino...», iría cantando cuesta arriba para sus adentros, inspirada vagamente por la futura canción de Georges Moustaki.
Pero hoy, por si acaso, cruzaría el collado desviándose un poco del sendero principal, demasiado transitado en esa época del año. El otoño llamaba a la puerta, y estaban recogiendo ya a los rebaños de regreso a los pastos del sur. La momia, algo cansada, se detuvo un instante a reflexionar sobre su difícil carácter, que le había causado más de un disgusto. Y de repente, sin tener ocasión de oler ni oír al agresor, recibió por la espalda una flecha. No consiguió arrancarla. Resbaló sin remedio sobre el glaciar, para darse cuenta de que la muerte actuaba en su lugar con una firmeza aplastante: no le sería necesario preocuparse más por cómo morir.
Alzada igual que un ave, pudo ver luego inesperadamente desde un risco a su propio cuerpo abandonado más abajo. Para al poco volverse a meter en él sin saber cómo, y quedarse dormida. ¿Dónde mejor? Cierto que estaba perdiendo el calor, que lamentablemente se había reducido y oscurecido, y que a veces el hielo no le dejaba coger buena postura. Sin embargo, siguió descansando en su nueva cama blanca.
Le esperaba una eternidad no programada, muy diferente de la de sus tocayos, que no colegas, los embalsamados faraónicos.
El latido galáctico absorbió el eco, los rugidos de tormenta, las campanas de los rebaños, los cantos del viento. Un infinito de crepúsculos se encendía y apagaba en silencio.
Precisamente ahora una pareja de andarines, equipada a su vez con camisetas térmicas multicolores cinco mil quinientos años más nuevas, acababa de alcanzar los tres mil metros. Andaba igualmente cerca de los pasos por donde, cada año en setiembre, los pastores del valle de Schnals traen, salvando enormes desniveles, a sus miles de ovejas trashumantes de vuelta a casa. Tradición milenaria, documentada por escrito desde el siglo XIV, por la que el valle de Ötz, al norte, cede el uso estival de pastos a sus vecinos.
Así que los dos turistas iban admirando aquella visión de los Alpes Orientales, con el monte Similaun sobresaliendo, casi a mano, cuando toparon con algo oscuro e inusitado asomando de la nieve: «¡Un montañero accidentado...!». «Vaya», se dijo la momia desvelada, que había comprendido telepáticamente su idioma. «¿Cómo lo saben, si no han mirado bien? Lo mismo podría ser una montañera».
«Hay que dar parte a la Policía», hablaron los descubridores. «Lo que me faltaba», pensó espantada la momia, «no tienen nada mejor que hacer». Y viendo que le arrancaban su querida hacha, removían la nieve a lo bruto y le tiraban sin fundamento de un brazo, salió definitivamente pitando, reencarnándose, o «reespiritualizándose» en un pájaro.
Es aquí cuando intervienen los carabinieri. Es decir, no. Según cuentan testigos que se hallaban en el refugio del Similaun el día del extraordinario hallazgo «mómico», los carabinieri fueron debidamente informados desde allí por teléfono. Solo que les dio pereza subir hasta allá arriba por un vulgar pellejo. Y respondiendo que les correspondía a los austríacos del otro lado ocuparse del caso, les pasaron a estos el muerto. Mientras tanto, los ignorantes reunidos en torno al hacha ancestral se preguntaban absurdamente si sería de un escalador o de un soldado de la Primera Guerra Mundial. Hubo que esperar a un especialista en Prehistoria de la Universidad de Innsbruck para que se tomara conciencia de la antigüedad del pronto bautizado «Ötzi», entretanto ausente e inaprehensible.
De golpe, todas las señales prehistóricas evidentes de los alrededores, cabañas de piedras, abrigos en la roca, atalayas y otras construcciones a las que nadie -tampoco estudiosos e investigadores- había dado nunca importancia saltaron a la vista, cobrando un significado que el sensacionalismo hizo rápidamente suyo.
No cabe duda, la momia habría preferido para sí un encuentro con el porvenir menos bestial, más romántico, digamos. Siquiera como el ocurrido sobre el planeta Marte entre Tomás el «terrícola» y un «autóctono», del relato de Ray Bradbury titulado «Encuentro nocturno». Un poético diálogo science-fiction sobre quién pertenece al pasado y quién al futuro, quién es verdaderamente el vivo y quién el muerto, en que los protagonistas están, gracias a su imaginación y sensibilidad, más próximos el uno del otro que los humanos de hoy y de ayer. «Esa noche había en el aire un olor a tiempo...», escribe Bradbury. «El tiempo se parecía a la nieve que cae calladamente en una habitación negra»:
«¿De dónde eres?», preguntó al fin el marciano.
«De la Tierra».
«La Tierra, un nombre, nada», dijo el marciano. «Pero... al subir por el paso hace una hora... sentí...». Se llevó una mano a la nuca.
«¿Frío?».
«Sí», dijo el marciano... «Había algo en la luz, en las colinas, en el camino... Una sensación extraña... Y por un momento creí ser el último hombre vivo en este mundo».
«Lo mismo me pasó a mí», dijo Tomás, y le pareció estar hablando con un viejo y querido amigo muy íntimo de algo confidencial, cada vez más animados.
La momia, cuando menos, era terrestre. Y del lugar. A lo mejor incluso tirolesa. Bueno, aunque sea llevaba un delantal, a lo que los hombres tiroleses aún son muy aficionados. Lo usan a diario en los pueblos, confeccionado con tela azul. ¿Es que acaso ella debía ser, en cambio, italiana o austríaca avant-la-lettre? Porque una vez visto el valor mercantil del «descubrimiento» (más bien choque traumático, como el de América), ya no se trató de un pulso entre indolentes carabinieri y diligentes Polizisten, sino de una cuestión de fronteras, a tomar muy en serio.
A Ötzi le tocó en suerte un carnet de identidad italiano. ¿En suerte? El Tirol: viejo asentamiento humano, cultura y modo de vida ligados a montes y pastizales. Condado medieval cedido posteriormente a la dinastía de los Habsburgo. En el siglo XIX los tiroleses tuvieron que luchar contra Napoleón y su aliada Baviera, en el XX lo hicieron contra la integración por la fuerza en Italia. En efecto, durante la Primera Guerra Mundial, aprovechando la coyuntura, Italia se anexionó un buen pedazo de su territorio, el llamado actualmente Tirol del Sur. Voluntarios tiroleses, entre ellos numerosos guías de alta montaña, volvieron a defender entonces su sentido de una identidad común. En aquel elevadísimo frente, cumbres enteras fueron perforadas y dinamitadas, y decenas de miles murieron congelados o atrapados por los aludes, provocados o naturales. Más tarde, en los años del fascismo de Mussolini, los tiroleses fueron manipulados y divididos, situados ante la falsa alternativa de italianizarse de una vez (prohibición de hablar alemán, cambio de apellidos, etc.) o alemanizarse partiendo a zonas nefastas para ellos, alejadas de su país, que Hitler les asignó.
Y después, ahí la tenemos, comenzando el descenso desde el refugio del Similaun, una de las muchas puntiagudas rocas a las que en los años sesenta trepaban escaladores para colocar sus perseguidas ikurriñas. Tan complicado lo ponían que al no poder ser retiradas, acababan siendo agujereadas desde abajo por los carabinieri con frenéticos tiros.
A la momia (consumada) no le fue, pues, permitido ser un «sinpapeles» repatriable cualquiera. Al contrario, se le proporcionaron documentos en regla con urgencia. Caída en las alturas (mas no por la patria), a unos noventa metros de una muga recién remedida y recalculada concienzudamente, fue por fin empadronada en Bozen. ¿Domicilio? El museo, donde los curiosos pagan como es debido y hacen cola echándole un fugaz vistazo por una mirilla. Lo que no quita para que a ojos de la mayoría de ellos, la tan famosa momia, trasplantada y exhibida tras el cristal blindado, siga siendo, en el fondo, simplemente un atrasado métèque.