Jule Goikoetxea Investigadora, EHU-UPV
Ni comuna catalana ni condado vasco
«Cuando se reclama soberanía se reclama poder político... y cuando es el pueblo, la nación o el demos quien lo reclama, entonces, lo que se demanda es democracia», afirma Jule Goikoetxea ante quienes desde el Estado español mantienen, «con su Constitución armada en mano», la estrategia de negar taxativamente que en su territorio exista más de una nación además de la española.
Se abre el telón y aparece un Estado queriendo disimular que tiene soberanía absoluta, pongamos Reino Unido. Se abre de nuevo el telón y aparece otro Estado pretendiendo no tener ninguna soberanía, pongamos España. Se cierra el telón. «La Sodomía europea y sus 27 enanitos», o algo así hubiera pensado Thomas Hobbes al levantarse de su tumba y ver el patio europeo del siglo XXI.
Para Hobbes (siglo XVII) poder político significaba soberanía y la soberanía debía ser el monopolio absoluto del Estado; aspiración que todo Estado ha perseguido desde entonces. La Unión Europea, en cambio, es un buen ejemplo de las múltiples caras de eso que llamamos soberanía, porque muestra por un lado una nueva centralización y acumulación de poder supraestatal, mientras que por otro saca a la luz la descentralización de dicho poder dentro de los estados. Deja claro, en definitiva, que la soberanía es algo por lo que hay que luchar cada día. Pero a pesar del enjambre de esferas de poder y de niveles de decisión que es la Unión Europea (desde el Consejo Europeo hasta el Ayuntamiento de Orio o de Tàrrega), siguen siendo los estados los que en pleno siglo XXI detentan la mayor cuota de soberanía, porque son los que en los últimos siglos más poder político han acumulado en consonancia con el postulado hobbesino. Los estados son por ello el nodo, es decir, las entidades cardinales a partir de las cuales se distribuye la soberanía o el poder político en Europa, sea hacia abajo, hacia las regiones y provincias que componen el Estado, o hacia arriba, hacia las instituciones europeas.
Con los procesos de descentralización acaecidos desde los años 80 en muchos de los estados europeos, regiones y comarcas de toda estirpe han intensificado sus demandas por una nueva distribución territorial del poder, desde competencias compartidas y exclusivas, hasta soberanía plena, es decir, aquella que los estados aún detentan y que se concreta en tener la última decisión (decisión soberana) sobre la propia constitución política. Es evidente que dicho poder soberano implica control sobre el territorio, sus instituciones y sobre los recursos que en él se producen. Y esto deja entrever que la soberanía estatal nunca es absoluta, sino dependiente de múltiples factores, incluidos otros estados, organismos internacionales y entidades subestatales. Ahora bien, cuando comunidades no estatales como Cataluña y País Vasco demandan soberanía, se la demandan al Estado al que pertenecen, porque es él quien tiene el poder último sobre su constitución política y organización institucional, con las consecuencias que tiene ello en la producción y distribución de los recursos, etc. de estas comunidades. Aclarado este punto crucial sobre la elasticidad y persistencia de la soberanía, adentrémonos ahora en el meollo de la cuestión.
La estrategia del Estado español, con su Constitución armada en mano, de negar taxativamente que en su territorio existe más de un demos o nación, además de la española, tiene como objetivo el restar legitimidad a la demanda de soberanía de Cataluña y del País Vasco. Y este es el eje de la bronca política que nos traemos entre el poder y el sentido. Y es que negar que el pueblo vasco y catalán sean naciones, además de ser grotesco desde un punto de vista politológico, no atiende al principio de realidad, y es que les guste o no a los partidos y gobernantes españoles, en la Europa actual las entidades que demandan soberanía política son (llamadas) naciones. Ni provincias, ni comarcas, ni regiones. Y lo divertido del asunto es que esto es así precisamente porque los estados actuales, como el español, llevan siglos repitiendo hasta la saciedad que su soberanía reside en la nación española, que es la que detenta el poder constituyente o soberano. Pero para que este lema de la soberanía popular o nacional funcione (el Estado sea viable, democrático, etc.), el pueblo o pueblos del territorio estatal se tienen que sentir representados e identificados con el Estado en el que delegan su soberanía. Por tanto, no hay ningún misterio decimonónico en que los pueblos que no se identifican con su Estado demanden un Estado propio y tampoco nada alucinógeno en que estos pueblos se llamen naciones.
Esta lógica de funcionamiento se refleja perfectamente en Canadá-Quebec y Reino Unido-Escocia, donde no se debate si la soberanía es más o menos densa o trivial que hace uno o dos siglos, o si tú eres una gallina (región) que se cree halcón (nación). Y es que la centralidad del debate está en la relación de poder, no en la relación de sentido. En términos foucaultianos la historicidad que nos arrastra y nos determina es belicosa, no parlanchina, por eso la historia y el presente de Europa y de sus pueblos es inteligible a partir de sus luchas, estrategias y tácticas.
Así que hablemos ahora de tácticas. La táctica mediática, académica y política de banalizar la demanda de soberanía como si proviniera de seres irracionales que no controlan sus emociones identitarias, táctica esta especialmente querida por el socialismo español entre los que se incluye por supuesto el señor Patxi López, que a pesar de ser hombre, blanco, bilbaíno y español, dice que «la ideología es más racional y la identidad más de tripas» («El País» 16-08-2012), demuestra o bien una alta dosis de cinismo, o de ignorancia. Las identidades, ya sean de género, de clase o de nacionalidad, nada tienen que ver con las tripas, sino con prácticas (discursivas) diarias, desde la familia y la escuela hasta el trabajo, la subordinación política y la explotación económica. Lo bonito aunque nada novedoso del tema es que toda identidad se articula mediante el discurso y que todo discurso pertenece a una ideología. Pero además, como españoles, y desde luego como socialistas, deberían saber perfectamente que las ideologías dominantes (nacionalismo español) se articulan mediante identidades dominantes (ser español), es decir, aquellas identidades que más poder político han acumulado. Por ello, cuando se demanda soberanía se reclama poder político, no se demandan tripas ni sangre ni un canal de televisión; y cuando es el pueblo, la nación o el demos quien lo reclama, entonces, lo que se demanda es democracia.
Ahora bien, con respecto a aquellas personas que sólo tienen identidad democrática pero no nacional, sería bienvenida alguna explicación en torno a quién es el demos en el que reside la soberanía de la demos-cracia con la que se identifican, es decir, el grupo de personas entre las que los impuestos se deben pagar y las pensiones cobrar. Y con respecto a aquellas otras personas que tienen identidad nacional pero no quieren soberanía, sería también interesante que expusieran cómo plantean construir un sistema democrático propio, sin tener un Estado.
Por mi parte no creo que haya nada irracional en demandar un principado feminista independiente o una comuna ecologista de animales con pelo, el único inconveniente es que la Europa actual está organizada en estados nacionales, es decir, el Estado alemán, el Estado belga, el Estado francés... Es por eso que cuando se demanda poder político, se demanda un Estado vasco o un Estado catalán, y no un condado cosmopolita de mamíferos demócratas que sepan razonar.