No te marches sin mi
«Amour»
Koldo LANDALUZE
Michael Haneke persevera en su empeño por perturbar nuestra aparente calma. Quizás su impactante discurso visual -otrora excesivo y reiterante a la hora de querer arrancarnos la calma a mordiscos y sin anestesia- haya quedado relegado a un segundo término y en su empeño por seguir radiografiando el alma humana de forma descarnada, haya optado por una narrativa dramática en la que el gesto y la palabra adquiere una especial relevancia porque ya se sabe que pueden ser más mortíferos que la peor de las automutilaciones. En este sentido, cabe reseñar el encuentro con una Isabelle Huppert más vulnerable y cercana que de costumbre, casi humana.
Tres años después de “La cinta blanca”, Haneke sigue apostando por un tempo calmado, quizás siempre lo ha sido, pero su crudeza se ha difuminado. Gracias a ese puntillismo, en el entorno de “Amour” intuimos la misma sensación de inquietud y angustia que se apodera del personaje encarnado por un espléndido Jean-Louis trintignan; atrapado en su piso y obligado a ser testigo de primera mano del progresivo deterioro físico, mental y sicológico de su compañera, interpretada por una no menos magnifica Emmanuelle Riva. El cineasta austriaco calibra muy bien las escenas y la tensión que emana de esta claustrofóbica atmósfera y termina por convertirla en un personaje más. En “Amour” no encontramos penumbras; es una película limpia y luminosa. Tampoco encontramos palabras altisonantes, ni escenas tremebundas porque todo se resume en las secuencias de dolor y calma que acompañan la toma de una decisión tan obligada como humana.