Iñaki Urdanibia Doctor en Filosofía
OVNHI
Puede haber posturas «nacionalistas», por ejemplo, basadas realmente en lecturas, o no, y en vivencias que hacen que uno se incline hacia la defensa de esta postura pues la considera la más conveniente, además de que en determinadas circunstancias responde a una voluntad popularDe un tiempo a esta parte los defensores de los valores patrios hispanos están que trinan. La señal de salida para sus desgañitadas coplas la dio la multitudinaria manifestación independentista de Barcelona y las posteriores declaraciones de Artur Mas. Da la impresión de que se está poniendo en pie un Observatorio de los Valores de la Nación Hispana(OVNHI); por cierto, la «nación» reiteradamente mencionada en la Carta Magna hispana no parece suponer problema alguno para los enfurecidos críticos del nacionalismo, cuando de hecho la definición de esa cosa llamada España sí que parece responder al pie de la letra a aquello que dijese Karl W. Deutsch: «una nación es un grupo de personas unidas por un error común sobre sus ancestros y una aversión común hacia sus vecinos». Como siempre a la vanguardia de la innovación, la nunca bien ponderada, y celestial, Conferencia Episcopal ha dictado doctrina a su rebaño; indicaciones a las que en su furia solo le has faltado decretar la excomunión para los disgregadores de la Una, Grande y Libre, país al que Dios colocó en el centro del mapa y le otorgó el privilegiado y esencial papel de ser el celoso custodio de la religión católica. Muchos otros han clamado con tintes de armas tomar, hasta proponiendo que la defensa de la patria puede exigir la intervención de los cuerpos armados del Estado.
Dos ejemplillos me provocan estas líneas que se mueven por la superficie, contagiadas -y no pienso excusarme por ello- por las sandeces que han salido de la distinguidas boquitas de gentes de la inteligencia hispana: por una parte, don Mario Vargas Llosa, peruano nacionalizado español, en una charleta del partido de la Rosa de España, dice que los partidos hispanos están acomplejados ante los nacionalismos (se refiere a los «periféricos», no al de «gran nación» que ese sí que es guay y ha extendido su influencia civilizadora allende sus fronteras y mares); por otra, leo el entresacado de un artículo publicado en «El País» -viendo el tinte de la cita, me espanto ante la tesitura de leer la totalidad de la copla- del catedrático de filosofía don Manuel Cruz, que dice que para ser nacionalista «no hace falta haberse leído un solo libro: basta con apelar a un sentiment»... y seguro que se ha quedado tan fresco el docto caballero tras soltar semejante chorrez, para la que desde luego no hace falta haber leído a Ernest Renan, ni a Johan Gottlieb Fitche, ni a Pi i Margall et álii.
Como si mantener cualquier otra postura política sea el fruto de haberse quedado ciego de leer obras (sobre todo las suyas); o como si defender distintas opciones en las diferentes esferas de la actividad humana: éticas, estéticas, afectivas, económicas, perceptivas y... hasta preceptivas, fuesen la consecuencia de haberse pasado medida existencia entregado a la clarividente Razón (la pongo con mayúscula por su poder no contaminado) y a su exposición en letra impresa... ¡por favor!; de este modo -siguiendo tal senda intelectualista-, cualquier decisión humana ha de basarse en una sesuda búsqueda en los libros(parece que este caballero no es sólo director de alguna colección editorial, sino el dueño de ella) para después ser capaz de inclinarse a uno u otro lado de las posturas personales comme il faut.
Puede haber posturas «nacionalistas», por ejemplo, basadas realmente en lecturas, o no, y en vivencias que hacen que uno se incline hacia la defensa de esta postura pues la considera la más conveniente, además de que en determinadas circunstancias responde a una voluntad popular. Puede añadirse que no es necesario ser nacionalista para defender el derecho a que las nacionalidades tengan su correspondiente derecho a la autodeterminación. Obviamente, no hace falta ser un hombre, ni una organización, con complejos para aceptar la libertad y la aceptación de las decisiones de los pueblos... un hombre realmente sin complejos (¿no se miraría al espejo?) fue el que mantuvo a sangre y fuego la unidad patria, el enano de El Ferrol, dejándose de zarandajas separatistas. Frente a sus unitaristas posturas, se alzaban, al unísono, las proclamas, y programas, de los organismos unitarios de la oposición, que aglutinaban a fuerzas que iban desde la extrema izquierda hasta la democracia cristiana, reclamando el «derecho a la autodeterminación de las nacionalidades oprimidas» (y se hacían constar Catalunya, Euskadi y Galiza)... Luego vino el «café para todos» para desdibujar y rebajar las reivindicaciones nacionalitarias, y el derecho nombrado se convirtió -para muchos de los que entonces lo defendían- en puro «maximalismo delirante» propio de parroquianos o de resentidos de izquierda radical.
¡Ay los sentimientos! Seguro estoy de que el flamante nobel de literatura siente sus sentimientos disparados cuando ve una faena (¡nunca mejor dicho!) de, pongamos por ejemplo, José Tomás, ¿o lo aplaude tras haber racionalizado hondamente, después de leer muchos libros sobre la «fiesta nacional»? ¡Olé, sin complejos!
¡Ay los libros! Seguro que en el país en el que vive el profesor de filosofía nombrado tendrá, en un mercado editorial con tanta tradición e implantación, libros que defienden el independentismo catalán con argumentaciones varias; al menos por aquí, donde escribo, me consta -aunque no domino el tema ni me interesa mayormente- que los hay, libros que defienden la soberanía con razones, entre otras, económicas, amén de culturales, etc. Defensas que se realizan sin recurrir para nada a la fibra sentimental (en la onda de Ernst Geller que afirmaba que «no habría podido escribir su libro sobre el nacionalismo si no hubiese sido capaz de llorar, con la ayuda de un poco de alcohol, escuchando cantos folclóricos...»), ni hacer propuestas cuasi ni «pseudo-religiosas».