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Aitxus Iñarra Profesora de la UPV/EHU

Despertar del sueño

«El sueño para despertar», un sueño en la vida de cada uno de nosotros, que atrapadados en el padecimiento íntimo, en la vivencia universal, y simultáneamente subjetiva, del sufrimiento nos permite, según la autora, una doble respuesta: aislarse o compartir y solidarizarse. Afirma que, aunque el ser humano siempre ha intentado darle una explicación, una solución al sufrimiento, este siempre ha coexistido con la necesidad de generarlo. Concluye diciendo que se puede «llorar en el sueño» o «despertar y asumir que del dolor se puede nacer».

Hay sueños de todos los colores. Sueños reparadores, utópicos, funestos o de los que no se quisiera despertar. Sueños de ida y sueños de vuelta. Pero siempre hay un sueño en la vida de cada uno de nosotros. Hoy hablamos del sueño para despertar.

«Tan suaves son los bosques/ de nuestra tierra. / El sol se sume en la colina/ y nosotros hemos llorado en el sueño;/ caminamos con blancos pasos/ junto al espinoso seto/ cantando en el verano de espigas/ y en el dolor nacidos».

Un nosotros atrapado por el padecimiento íntimo se expresa en estos versos que el poeta Georg Trakl sitúa bajo el epígrafe de Occidente. Como si cada uno de nosotros estuviera poseído por una suerte de síndrome de Münchhausen, la vida, entonces, sólo adquiere la unidimensionalidad insoportable del sufrimiento. Un dolor angustioso incesante ocupa la psique, una zozobra que impele compulsivamente a dañarse sin fin en una autolesión recurrente que el individuo practica sutilmente con eficiencia.

Es el sufrimiento, una vivencia universal y, simultáneamente, subjetiva, un sentimiento hondo y escurridizo. Una experiencia compleja y a veces desgarradora que expresamos, más allá de lo racional, mediante el grito, el llanto o el gemido, pero también, desde la palabra o el arte. Porque el sufrimiento es también una forma de percepción y una sensación que alterna, en un proceso íntimo y personal, con el placer. Ambos, placer y dolor, se suceden o entretejen en una constante permutación que refleja la angosta peregrinación entre el deseo y el rechazo. Pero, además, al sufrimiento, al igual que al placer, se le ha otorgado desde algunas religiones el sentido del mal y se le ha imbuido de pecado. Se establece, de esta manera, la correlación de causa y efecto. Dos aspectos en retroalimentación -pecar y sufrir- que se comunican y que operan en nuestra cultura desde hace mucho tiempo. Ambos aparecen engarzados. Si hay dolor es porque se ha pecado, y si hay pecado tendrá que pagarse necesariamente eso con dolor.

La experiencia aflictiva se ha segmentado estableciéndose una frontera entre el dolor y el sufrimiento. Una frontera con frecuencia indistinguible, pues el límite pertenece más bien a la separación que se ha realizado entre mente y cuerpo, y cualquier dolor pasa irremediablemente por el cedazo de un yo consciente. De esa desconexión e individualización en dos partes, el dolor, estudiado fundamentalmente por la neurofisiología, se ha situado en el ámbito del cuerpo pudiendo afectar a los diferentes órganos. El sufrimiento, sentido en lo más íntimo de uno mismo, lo interpreta la psicología, aunque la filosofía desde sus albores también se ha ocupado de este tema. Así los estoicos pensaban que uno podía sobreponerse a él mediante la razón, fracturando la barrera de la resistencia, propia del sufrimiento, para llegar a la ataraxia, a la imperturbabilidad. Sin embargo, esta apuesta a menudo resulta baladí para el doliente cuando padece por su supervivencia o por una pérdida significativa; lo mismo que para aquellos para los que la vida se convierte en una afrenta, una desolación, y prefieren desertar de ella.

Es cierto, sin embargo que la medicina ha logrado exitosamente controlar en buena medida el dolor mediante la farmacología: la anestesia, los analgésicos, los opiáceos... Pero, también sucede que las terapias y el apoyo farmacológico resultan insuficientes cuando el dolor se expresa como sufrimiento insoportable y sobrepasa los límites de lo cognitivo o de la resistencia psicofísica. De hecho, por más que la ciencia y la tecnología se afanan en erradicar o lenificar esa experiencia tan amarga y aflictiva, y aunque cada contexto cultural se ocupa de explicar y pautar el sufrimiento, hay ocasiones en que resulta vano tratar de gestionar las causas de esa angustia. Un caso es cuando esa tormentosa inquietud surge en el individuo y le toca afrontar su muerte no aceptada. Otro, cuando el dolor del infortunio irreparable atribuido a un responsable concreto (real o imaginario) se transmuta en dolor crónico de víctima y desde esa mirada sufridora disecciona obstinadamente el mundo.

Pero el padecimiento también afecta colectivamente a la conducta y al destino de los individuos. Así, estando condicionados y determinados por la voluntad y el poder de sus gobernantes, cuando el sufrimiento provocado se acepta mecánicamente, penetra de un modo más sutil. Hablamos de ese sufrimiento social que es la alienación. Es la repuesta a una situación dolorosa que se presenta como una reacción adaptada de masas. Una adaptación patológica que atraviesa y uniformiza al individuo y la multitud. La alienación, una de las conocidas estrategias de las elites, consiste en generar mecanismos que encauzan las emociones y aparentemente alivian o alejan del dolor. Seudoaltruismo cuyo cometido es que nadie se rebele, no se reaccione y se asuma lo que hay: esa realidad generada como sufrimiento generalizado, sordo e inconsciente, y de la que es difícil darse cuenta. Se vive, entonces, una realidad de juegos de distracción, en donde las causas de la situación se imputan a razones ajenas o sesgadas con el propósito de que no se comprenda.

En épocas de crisis, como la que vivimos, existen simultáneamente otras narraciones. La que difunde el poder político-económico, huésped ineludible, extiende una red argumental que impide toda respuesta al sufrimiento que no coincida con su interés particular. De modo que habla así: «habéis pecado (habéis vivido por encima de vuestras posibilidades), no os merecéis la forma como habéis vivido, es hora de autoinmolarse, de pagar por ello». El malestar y el sufrimiento se transmiten y penetran como un rumor incesante. La expresa abolición de cualquier otra posibilidad que libere de esa amenaza constante, da paso a la desesperación, a lo insoportable. Y entonces nos convertimos en los seres humanos sin mundo, como lo explica lúcidamente Günther Anders: aquellos que están obligados a vivir dentro de un mundo que no es el suyo, un mundo que, aunque es creado y mantenido por ellos con su trabajo diario, no está hecho para ellos; dentro de un mundo para el que ellos ciertamente están pensados, están ahí y son utilizados, pero cuyas normas, objetivos, lenguaje y gusto no son los suyos, no les son concedidos para su disfrute.

La historia del sufrimiento es tan larga como la de la Humanidad, y aunque el ser humano ha intentado siempre darle una explicación, una solución, siempre ha coexistido, paradójicamente, con la necesidad de generar tal desdicha. Hablamos del sufrimiento elaborado, trasmitido que únicamente se puede imponer creando adhesiones o respuestas que susciten la indolencia o la insensibilidad ante el dolor del otro. Nos referimos a hechos como la miseria, la discriminación, la desigualdad, las penas aflictivas o la guerra, expresiones de una sociedad alienada que amenaza cualquier vestigio de un sentido racional.

Somos vulnerables al sufrimiento, y aunque es algo vivido íntimamente, algo que rompe y desgarra, la respuesta puede ser muy diferente: uno puede aislarse o puede compartir y solidarizarse. Puede llorar en el sueño, como dice el poeta, es decir, sufrir una existencia fabricada y desesperarse fatalmente por su imposición despiadada e interiorizada. O puede despertar y asumir, estimado lector, que del dolor también se puede nacer. Y este es el tiempo de crear desde un nosotros solidario un próximo verano de espigas.

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