Mikel INSAUSTI

David Cronenberg está metido de lleno en una nueva etapa donde la parte visual se vuelve cada vez más abstracta y desdibujada, para ceder un protagonismo absoluto a la palabra. «Cosmopolis» se abre y se cierre con la contemplación de sendos cuadros abstractos de Jackson Pollock y Mark Rothko, autores ambos cotizados entre los magnates que decoran sus despachos con obras o reproducciones que llevan sus firmas. Y esta es la historia de uno de ellos, cuya oficina nunca vemos porque despacha a las visitas y cierra los negocios en el asiento trasero de su limusina.

Se supone que, tratándose de un jovencísimo y precoz billonario, su ascensión ha tenido que ser muy acelerada. Sin embargo, la extraña jornada que ocupa la narración de «Cosmopolis» transcurre muy lenta, debido a que la mayoría de las veces la limusina se encuentra detenida en medio de los atascos de la ciudad de Nueva York, apenas entrevista a través de los cristales ahumandos del lujoso vehículo. La noción del tiempo suspendido sirve, por tanto, de metáfora del fin del capitalismo salvaje, tal como fue profetizado por el escritor Don De Lillo en el año 2003.

La adaptación de su novela ha venido siendo considerada desde entonces como poco menos que imposible, algo que nunca le ha intimidado a Cronenberg, perfectamente capaz de hacer una versión cinematográfica del listín telefónico si fuera necesario. Para convertir «Cosmopolis» en una película ha tirado por la calle de en medio, partiendo de una transcripción literal de los diálogos contenidos en el texto original. En teoría guarda coherencia con su anterior realización, «Un método peligroso», supeditada a la dialéctica entre Jung y Freud. El problema es que aquí las conversaciones filosóficas se alternan con un lenguaje cifrado muy técnico que remite a la jerga de los analistas monetarios de Wall Street. En un primer visionado no hay manera de aclararse con la cotización del yuan y otros términos especulativos que dificultan la comprensión del conjunto.