Aprovecho este hueco para informar a los detractores de Halloween de que ya pueden entregar armas y bagajes, enarbolar la bandera blanca y rendirse, porque esa batalla la tienen perdida.

Es lógico. Recapitulemos. Para los más pequeños se trata de recorrer las casas del barrio o del pueblo haciendo acopio de caramelos u otras chucherías. Y para los jóvenes es una excusa tan válida como otra cualquiera para montarse una fiesta en una noche en la que, anteriormente, no había nada significativo. Y todo ello disfrazados de vampiro, fantasma o momia egipcia. A ver quién compite contra eso con las manos vacías.

No nos engañemos, en muchos casos la resistencia a aceptar Halloween tiene que ver con su origen estadounidense, como sucede con los restaurantes de McDonald's. Que no cunda el pánico, no somos todavía tan planos mentales como para tragar con cualquier cosa que nos llegue desde el otro lado del Atlántico. Papa Noel no ha podido aún con Olentzero, y no tiene pinta de que lo consiga en el futuro.

Que la gente abrace con entusiasmo las hamburguesas con patatas fritas y los chupitos con granadina, que les da color de sangre, tiene su lógica, se comparta o no ese fervor. La hora de preocuparse llegará cuando adoptemos Acción de Gracias, como si no se celebrasen suficientes cenas familiares y tuviésemos que apuntarnos a una en la que se come pavo asado. ¿Pavo? No me jodas, que tenemos corderos.

Para abatir los últimos focos de resistencia he mirado en Wikipedia, donde explican que es una fiesta de origen celta y que la llevaron consigo los inmigrantes irlandeses. Vaya, es como beber cervezas en San Patricio. ¿Mejor, verdad? La Iglesia católica, que puede ser muchas cosas pero que de tonta no tiene un pelo, siempre ha tenido claro que la manera más rápida de infiltrarse era «cristianizar» las antiguas fiestas paganas, como por ejemplo hizo con las hogueras que celebraban el solsticio de verano. Así que más nos vale ir pensado cómo se dice en euskara eso de «trick-or-treat».