Crónica | Acciones contra los desahucios en Madrid
Un campamento contra el monstruo de bankia logra sus primeras victorias
Después de más de una semana a la intemperie, acampados frente a la sede central de Bankia, cinco familias amenazadas con el desahucio respiran algo más tranquilas. La entidad se ha comprometido a concederles un alquiler social. Ellos simbolizan una pequeña victoria dentro de una plaga de expulsiones hipotecarias.
Alberto PRADILLA
«José Miguel Domingo, primera víctima del genocidio hipotecario». Un pequeño cartel pegado a la sede central de Bankia recuerda al hombre que decidió quitarse la vida horas antes de que le arrebatasen todo. Junto a este pequeño homenaje, decenas de pancartas han convertido una de las paredes de la sede central de Bankia, la ubicada en la plaza Celenque, en Madrid, en un collage de sus verguenzas. «Bankia te estafa. Que se sepa», es el más repetido. Desde el pasado 22 de octubre, medio centenar de víctimas de los desahucios, acompañados por activistas de la Plataforma de Afectados por las Hipotecas montan guardia frente a la guarida del enemigo. Se llaman «Rodea Bankia» y recuerdan que, solo en Madrid, 129 personas son expulsadas diariamente. La mitad de ellos, por orden de una entidad que simboliza la impunidad de ese sistema que siempre hace pagar a otros.
Es martes, 30 de octubre, y Robinson Ogunser se congela bajo una lluvia torrencial. Vale, no es el huracán Sandy que ha arrasado Nueva York, pero hace meses que Neptuno no suelta barriles de agua con tanta intensidad. A pesar de las inclemencias, Onguser, nigeriano que llegó al Estado español hace 17 años, no está dispuesto a moverse ni un milímetro.
Sigue ahí plantado, con dignidad silenciosa, mirando el calendario como una amenazante cuenta atrás. En su domicilio, ese que ahora quieren arrebatarle, permanecen su mujer, sus cinco hijos y una nieta. «Necesito una solución entre hoy -por el martes- y mañana -por el miércoles-», repite, enarbolando ese expediente al que se van sumando folios judiciales. El jueves es festivo, el viernes no abren las sucursales y su desahucio está previsto para el lunes. Ya no le queda margen para las penosas procesiones a las que los señores del piso de arriba del banco condenan a quienes no pudieron hacer frente a sus pagos.
«Siento que me engañaron»
«Al principio pagaba 820 euros al mes. Luego, se disparó. Siento que me engañaron», afirma. Su historia no difiere de la de miles de personas atrapadas por esa trampa que se llama hipoteca y que ha terminado por convertirse en una espada de Damocles. Trabajó en la construcción, vivió en pisos alquilados y, hace seis años, decidió comprarse una vivienda. Entonces, cuando, por usar la terminología del presidente español, Mariano Rajoy, todavía «el crédito fluía» hacia las familias, todo fueron buenas palabras. «No te preocupes, que esto lo arreglamos». «Tranquilo, tú firma aquí». Son ya hordas quienes recuerdan con rabia esas lisonjas que desaparecieron en el mismo momento en que las facturas se convirtieron en abismos insalvables.
«¿Cómo iba a pensar que esto podía ocurrir?», lamenta. Cuando la burbuja estalló Ogunser se quedó sin trabajo. Tiró, como pudo, de lo ahorrado. Y luego... no había nada que hacer. Ahora mismo dependen de lo poco que obtiene su hija en un empleo en prácticas. «Por eso sigue viviendo con nosotros», explica. Cuando la mensualidad se hizo inasumible, comenzó la primera parte del camino: una negociación imposible con los responsables de un banco que, no se puede olvidar, acumula buena parte del agujero que ahora pagan los ciudadanos del Estado a base de recortes en Sanidad y Educación. Ya se conoce el dicho: si te debo un euro es mi problema, pero si te debo millones, es tuyo. El nigeriano, por una cuenta de 213.000 euros que dejó de pagar hace dos años puede quedarse en la calle. Rodrigo Rato, presidente de Bankia cuando ocultó un desfase de 3.000 millones, todavía no ha declarado ante los tribunales.
Como ocurre en estos casos, dialogar fue imposible. «Solicité prórrogas al banco y al juzgado, pero nada», señala. El pasado día 19, cuando ya se puso fecha para ese inhumano acto de expulsar a alguien de su domicilio, las puertas de la sucursal se cerraron para siempre. Ni siquiera se molestó nadie en salir y recoger el acuse de recibo del último intento por la vía legal.
Ofensiva frente al banco
Llegados a este punto, Ogunser, junto con otros afectados, decidieron tomar la iniciativa. Y se plantaron a las puertas del gran edificio que, todavía con la rotulación de Caja Madrid, acoge las oficinas centrales. Junto a ellos, miembros de la PAH. Como explica Feli Vázquez, una de sus activistas, se presentaron 53 expedientes de desahucio y la exigencia de una solución razonable: un alquiler social para no expulsarles del domicilio y la dación en pago, es decir, cancelar la deuda a cambio del piso.
Además del nigeriano, ota cuatro urgencias: Gloria, colombiana, desahuciada el 23 de octubre de su vivienda en Torrejón de Ardoz, donde residía con su madre y su hija. José, peruano, Lourdes, ecuatoriana y María, que no precisa su lugar de residencia. Todos ellos con el agua del banco al cuello. Con la perspectiva de quedarse en la calle. «En la puta calle», dicen.
Bunkerización de la sede
¿La respuesta de Bankia? La de siempre en este tipo de casos. Cerrarse sobre sí mismo y bunkerizarse. Martes, 12.00 horas. Llega Cayo Lara, coordinador general de Izquierda Unida, junto a otros diputados. Para ellos se abren las puertas. Reunión con los directivos y palabras de cortesía, aunque ningún compromiso firme. En otro de los accesos, un contingente de afectados trata de irrupir en las oficinas. La lección del viernes pasado, cuando Judith evitó su desahucio tras ocupar la sucursal de la calle Alcalá durante varias horas, evidencia que el único lenguaje que comprende Goliath es que David le plante batalla en su propia casa.
Antes de que Ogunser o cualquiera de sus acompañantes pongan un pie en la oficina, los guardias de seguridad cierran las puertas con violencia. «Somos clientes, si no entramos nosotros, no lo hará nadie», advierten los activistas. Los porteros privados, como si no fuese con ellos la cosa, se refugian de la lluvia en un local contiguo. Y llaman a la Policía.
«Sí se puede»
En este punto, la rutina habitual: empujones, insultos y soberbia. Los afectados insisten en entrar. Y una mujer entrada en años evidencia que, en tiempos de crisis, no solo aflora la solidaridad, sino también los instintos más bajos. «Quiero entrar, tengo que hacer gestiones», argumenta. Los concentrados le explican que sus reclamaciones deberían de dirigirse hacia los guardias de seguridad, que son los que han cerrado la puerta. «¡Vete a tu país!», responde, furibunda, la anciana. La directamente insultada, que pierde los nervios, intenta explicarle que ella puede ser la siguiente. En vano. Otra señora suelta otro razonamiento de esos que dejan a uno sin respiración: «Porque os echen de casa no me tenéis que molestar a mi». La ley del más fuerte. Sálvese quien pueda. Finalmente, tras ser identificados, todos regresan al campamento base. Al lugar donde pernoctan.
«No me pienso mover de aquí hasta que solucionemos el caso». Lucía Gutiérrez, de 49 años, que vive en casa con su hija de diez años y su exmarido, resume el estado de ánimo de los acampados. Así que, al día siguiente, miércoles, lanzan otra arremetida contra el banco. En este caso, ocupan una sucursal en la Gran Vía. Mientras, en Lavapiés, vecinos irrumpen en una oficina de Banesto para frenar el desahucio de Mohammed, otro afectado. Las acciones contra las ejecuciones hipotecarias se multiplican. Por desgracia, no van a la misma velocidad que la máquina de hacer dinero.
«Se está generando mucha presión, y eso tiene que asustar», afirma Feli Vázquez. Dejar al rey desnudo y evidenciar que el sistema no funciona tiene su efectividad. El miércoles, tras la ocupación, lograron un acuerdo. Robinson, Gloria, José, y Lourdes obtuvieron el compromiso de un alquiler social. Eso sí, Bankia dice que no perdona la deuda. Una pequeña victoria contra el monstruo. Pese a ello, no desmontan sus bártulos. Todavía hay muchos casos pendientes. Muchísmos más de los que llegan a la PAH. Y, según reconoce Vázquez, uno tampoco se puede fiar de la palabra de los desahuciadores. El jueves la Policía acordonó a los acampados. Ellos no se movieron. Y siguen ahí, convencidos de que, como dice el eslogan que corean en sus marchas, «sí se puede».