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La clase media planta cara a Cristina Kirchner con una histórica movilización

Cientos de miles de personas en todo el país salieron a la calle autoconvocadas a través de las redes sociales y con consignas contra la inflación, la inseguridad, la corrupción y una posible reforma constitucional. Crisis de representación opositora y traspiés del Gobierno.

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Daniel GALVALIZI

La avenida 9 de Julio de Buenos Aires, la más ancha del mundo, fue el epicentro de la concentración popular que, según las autoridades locales, movilizó en la zona metropolitana a 700.000 personas, convirtiéndose en una de las mayores manifestaciones desde el retorno de la democracia en 1983.

Incluso fue la más grande en la era Kirchner, superior a las de 2004 contra la inseguridad y los «cacerolazos» de 2008 por la rebelión de los agricultores. Su peculiaridad es la amplificación nacional de la convocatoria del jueves por la noche: en todas las ciudades, hasta en varios de los suburbios más peronistas, hubo al menos una pequeña concentración.

Plataformas ciudadanas organizadas a través de Facebook y Twitter, algunas de ellas llamadas Stop Corrupción, Flores de Paz y Generación Política, ya habían llamado a un «cacerolazo» el 13 de setiembre, en el que 250.000 personas en todo el país sorprendieron al Gobierno y a la oposición con una respuesta en la calle que nadie esperaba.

La convocatoria se repitió para el denominado 8 de noviembre. Pero el éxito de la anterior tentó a algunos dirigentes de la oposición a intentar sacar rédito político de las protestas, cuyo éxito masivo -en una sociedad con una fuerte crisis de representación no resuelta desde el desastre de 2001- se sustentó en su carácter inorgánico y apartidario.

Sin embargo, el jefe de Gobierno de la capital y máximo referente de la derecha liberal, Mauricio Macri, y otros dirigentes con menor anclaje social llamaron a la ciudadanía a participar de la manifestación.

Otro factor que alimentó la inusitada participación fue la amplificación de la iniciativa por parte del grupo mediático «Clarín», el más poderoso del país y que mantiene una guerra sin cuartel contra el Gobierno, su aliado hasta 2008. «Clarín» alentó la protesta y desde hace meses crispa los ánimos de forma constante.

Del Obelisco a la Plaza de Mayo

En torno al Obelisco, símbolo emblemático en la capital argentina, se agolparon cerca de medio millón de personas la noche del jueves. Decenas de miles más se repartieron en varias de las esquinas más emblemáticas de los barrios residenciales.

Varias cuadras de la Avenida Corrientes estaban repletas de gente y la suspensión de las funciones de teatro por falta de luz incrementó la aglutinación en las atestadas veredas, con turistas curiosos disfrutando de una cerveza mientras observaban pasar a miles de argentinos rodeados de banderas y cacerolas en mano. Y es que ni el clima ayudó al Gobierno, ya que tres días seguidos de 35 grados reventaron varias fases eléctricas y 450.000 usuarios se quedaron sin luz, y otros tantos, sin agua. Los ánimos estaban caldeados de sobra.

«No a la Re Re», rezaban varias pancartas, en alusión a la re-reelección que algunos kirchneristas impulsan. Otras cuestionaban con dureza los escándalos de corrupción que sacuden al Gobierno, especialmente en que salpica al vicepresidente, Amado Boudou, por tráfico de influencias. Y sobre todo, muchos reclamos escritos contra la inseguridad, una vieja demanda popular no satisfecha por el Ejecutivo, según todas las encuestas.

Tras congregarse a lo largo de la 9 de Julio, decenas de miles fueron caminando rumbo este hasta colmar la Plaza de Mayo, símbolo del poder político (y de las protestas). Pero Kirchner no estaba en la Casa Rosada sino en la residencia presidencial del suburbio de Olivos, hasta donde acudieron unos 30.000 manifestantes (cifra inédita para la zona).

En declaraciones a GARA, Andrea, trabajadora de una empresa dedicada al comercio exterior de 34 años, explica por qué acude a la protesta junto a su madres y hermana: «Siento la necesidad hoy de decir que no estoy de acuerdo con este Gobierno. No coincido con matonear a quienes no concuerdan con ellos, de subestimarnos y descalificarnos. Y me da miedo que los argentinos creamos en este discurso y encima hasta nos logren generar miedo».

Lo que Andrea apunta puede parecer superficial pero encuentra consenso: los modales de la presidenta y sus ministros irritan y mucho. Sin ir más lejos, tras la protesta de setiembre, el jefe del Gabinete acusó a los manifestantes de «no importarles» lo que verdadera- mente pasa en el país, y uno de los senadores más influyentes del kirchnerismo calificó en la víspera del 8N de «ultras de derechas» a quienes tenían previsto acudir a la protesta.

Ver pasar a los manifestantes bien podría haber sido una foto de esa amalgama heterogénea que es la clase media argentina, única en Latinoamérica. Ejecutivos, oficinistas, jóvenes, madres con hijos, pensionistas, hasta un basurero agitando banderas subido a un carro. El ambiente de alegría cívica era palpable, y absolutamente minoritarias las demostraciones de odio con carteles agraviantes.

La movilización concluyó al filo de la medianoche y sin ningún incidente de gravedad, tras desarrollarse -y no es una cuestión menor- en total libertad.

Una cadena de errores

¿Cómo puede ser que un Gobierno que ganó hace un año con el 54% de los votos reciba semejante demostración de disconformidad? Solo lo explica una insólita sucesión de traspiés y un 2012 en el que hubo más medidas antipopulares que en cualquier otro años de la era kirchnerista.

El cambio, al menos en los sondeos que reflejan una caída en picado desde febrero del 60% al 35% en la imagen de Cristina Kirchner, lo causó el accidente de tren que dejó 50 muertos y motivó acusaciones contra el Gobierno de falta de control de las concesionarias (se les quitó la licencia meses después).

Pero ante todo, fue el año del ajuste. Debido a la inflación, que ya despierta ampollas en cada vez más sectores, se incrementó el impuesto sobre la renta. También disparó la crispación la restricción -ahora prohibición total- a la adquisición de divisas, en una sociedad desquiciada por la inflación durante décadas y refugiada en el dólar, donde la subida de precios desde 2007 ronda el 20%.

Por si fuera poco, algunos dirigentes kirchneristas, interesados en asegurarse un futuro político, deambulan por los medios defendiendo una reforma constitucional que permita la reelección indefinida, como en Venezuela. Aún no hay una iniciativa concreta, pero ya es rechazada por el 85% de la población, y el mero tanteo es explotado hasta el infinito por «Clarín» y los medios opositores.

A todo esto hay que sumar la crisis de representación del espectro del electorado opositor, que no puede articular fuera de la derecha tradicional una propuesta que ofrezca confianza y el vaciamiento del Parlamento, que sirvió para canalizar la grave crisis de 2008 pero que hoy cuenta con holgada mayoría kirchnerista, que la impone a mano de hierro.

Pero no todas son malas noticias para Cristina Fernández de Kirchner, que cuenta con varios activos políticos que le sitúan por encima de cualquier opositor, sobre todo si entra en juego la memoria: la debacle de 2002 representó desgobierno y depresión económica. La presidenta demostró sobrada capacidad de gobernabilidad y, aunque no gusten sus políticas, al ser una keynesiana pura hará cualquier cosa que sea necesaria para mantener la economía en crecimiento. Han pasado solo diez años del colapso y ese recuerdo indeleble en el inconsciente colectivo argentino la fortalece y la sostiene.

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