«Holy Motors» triunfó en el Festival de Sitges, haciéndose con los premios de Mejor Película, Mejor Director y el Méliès D'Argent a la Mejor Película Europea. En Cannes suscitó elogios encendidos, junto a comentarios insultantes de desaprobación. No podía haber sido de otra forma, porque la vida del artista peligra con una película así de loca y arriesgada. Leos Carax consigue transmitir verdadera pasión por el cine, justo en un periodo en que es considerado por muchos como una forma de expresión a punto de ser enterrada.

Desde que David Lynch hizo su monstruosa y delirante «Inland Empire», estos ojitos que se han de comer los gusanos no habían visto nada tan perturbadoramente surrealista. En «Holy Motors» Leos Carax se inspira en si mismo, además de en Franju, Cocteau, Buñuel, Demy o Godard. Es su obra cumbre, teniendo en cuenta que en tres décadas solo ha logrado terminar cinco largometrajes, sumándose «Holy Motors» a «Chico conoce Chica» (84), «Mala sangre» (86), «Los amantes del Pont Neuf» (91) y «Pola X» (99). Aparte está el segmento «Merde», realizado para el filme colectivo «Tokyo!» (08).

El protagonista de aquel episodio reaparece en «Holy Motors», donde vuelve a tener su propio apartado. Uno de los nueve que vertebran la obra, y cuyo denominador común es nuevamente Denis Lavant, actor fetiche del cineasta. Aquí se presta a un ejercicio transformista digno del mismísimo Lon Chaney, y bajo el nombre artístico nada casual de Oscar. Viaja en una limusina a través de un París fantasmagórico, cambiando de aspecto en cada una de las paradas en las que hace su particular performance. Ya no hay cámaras que lo graben, seguramente debido a que su espectáculo tampoco cuenta con espectadores. Es muy posible que actúe para sí mismo.