Iñaki Barcena Hinojal | Parte Hartuz UPV-EHU
+ Democracia
Hay muchas razones para pensar que hay bastante gente dispuesta a volver a sistemas antidemocráticos, si le garantizan ciertos niveles de consumo material satisfactorios
E sta es una de las recetas, de las herramientas o caminos con que la humanidad cuenta para enfrentarse a la grave crisis civilizatoria en que nos encontramos. La democracia es mucho más que un sistema plural de partidos para formar gobiernos. Sin embargo, esa característica no es baladí. Que la gente de cualquier parte del mundo, en cualquier nivel territorial pueda decidir quién gobierna es algo muy importante. Empero, a menudo se suelen confundir democracia y liberalismo. Y la democracia liberal es tan solo una de las versiones posibles. Eso sí, la más potente en el mundo. No obstante, los procesos de democratización que en el mundo han sido han chocado en multitud de ocasiones con la interpretación estrecha de la democracia que supone considerar a la ciudadanía incapaz de tomar decisiones y participar en los asuntos que le afectan, reduciendo su papel a la delegación de las tareas políticas a profesionales que tratan a sus conciudadanos como clientes a los que consultar cada varios años para renovar las instituciones de gobierno.
Si la democracia liberal no es satisfactoria para mucha gente en el planeta, una de las opciones, bastante peligrosa y posible, es prescindir de la democracia y defender el mandato autoritario de aquellos que se arroguen el poder político en cada momento.
Esta degeneración antidemocrática es plausible en los tiempos críticos que vivimos y por ello, optar por un modelo socio-político más democrático es una cuestión central, si aspiramos a sociedades más libres y más igualitarias.
La gente de mi edad aprendimos en la escuela que el régimen dictatorial de Franco era una democracia orgánica, basada en la sociedad, la familia, el municipio, el sindicato y el movimiento nacional. Y esos eran los tercios que fundamentaban las Cortes Generales, sin partidos políticos ni instituciones descentralizadas. También Stalin, Mao o Honecker llamaban a sus regímenes democracias populares. Hoy hay muchas razones para pensar que hay bastante gente dispuesta a volver a sistemas antidemocráticos de este tipo si le garantizan ciertos niveles de consumo material satisfactorios. Y eso es un grave riesgo social y político.
R. Reagan y M. Thatcher iniciaron en los 80 su denominada Crusade for Democracy tratando de imponer en el mundo un modelo de democracia que suponía desestabilizar los gobiernos y regímenes que no eran de su agrado, para cambiarlos por otros basados en la pluralidad de parti- dos y en elecciones. En Nicaragua, pero no en Arabia Saudí. En Afganistán, pero no en Sudáfrica. Este doble rasero democrático es una de las mayores lacras de la política internacional y una rémora insoslayable para la deteriorada ONU.
La democracia es mucho más que el menos malo de los sistemas de gobierno, por parafrasear a W. Churchill. Es una forma de entender las relaciones sociopolíticas y de asumir la resolución de los conflictos. Es una forma de ser y de vivir, individual y colectiva, que prima los principios de la tolerancia, la defensa de las libertades y la igualdad, sin menoscabo de la diversidad y el respeto a las minorías, la horizon- talidad, la participación y la resolución pacífica de los conflictos.
Como dice Chantal Mouffe, la base de la democracia está en la no aceptación de la lógica de la sumisión a poderes establecidos por muy legales y mayoritarios que aparenten ser y en el cuestionamiento permanente de la autoridad, pues en principio nadie, por muy alcalde, sacerdote, científico o líder que sea, tiene derecho a dictar normas y tratar de gobernar a los demás. Y nadie, ni el estado, ni los partidos ni los movimientos sociales tienen la razón a priori. La razón democrática ha de conquistarse en el libre contraste de argumentos que creen posiciones mayoritarias en la sociedad. Por eso la democracia es una filfa sin transparencia, ni participación popular.
Más democracia significa democracia económica y ecológica para salir de la crisis socioambiental y asumir, como plantean decrecentistas y ecosocialistas, que no podemos mejorar las relaciones con la naturaleza si no equilibramos las relaciones socioeconómicas entre los seres humanos y viceversa.
La crisis democrática está revitalizando conceptos que aparentemente habían quedado arrumbados. Si alguna vez se fueron, vuelven el estado y la nación. El territorio físico se solapa con el virtual, pero no desaparece. El debate ideológico está servido: ¿Ciudades globales «extraterrestres» o demos territorial basado en la solidaridad? ¿Estado neo-autoritario o garantía pública del buen vivir? ¿Democracia local ligada a los derechos colectivos y a la igualdad socioeconómica o derechos individuales globalizados en un mundo desigual?
Estas son algunas de las cuestiones que han hecho surgir en todo el mundo alternativas y propuestas para fortalecer la democracia en el planeta. De esto vamos a tratar, hoy y mañana en Bilbo, en el Congreso Internacional «+Democracia».