Víctor Moreno Escritor y profesor
¿Somos lo que leemos?
«Abre la boca y come lo que te presento», dice la Biblia y, según relata el autor, también en el mundo animista existieron tribus que se comían cualquier manuscrito, papiro o, con el tiempo, libro, al considerar que así «su contenido pasaba por ósmosis al cerebro y al alma». Moreno repasa los antecedentes y ejemplos de esta «afición comelibros» y presenta sus reflexiones siguiendo la analogía entre el comer y el leer. Se pregunta si somos más inteligentes o nos volvemos más listos si leemos novelas o ensayos de escritores listos e inteligentes y, al hilo de la invención de la calculadora nutricional «on line», plantea la cuestión si no sería ideal la existencia de una idéntica calculadora lectora. Afirma que la Iglesia, «que en esto también nos lleva una ventaja de siglos», ya elaboró algo similar, y vaticina que los partidos políticos no tardarán en aprender.
A estas alturas, las relaciones entre comer y leer se han convertido en más que mero juego «palabrático». La palabra como alimento del espíritu ha constituido una metáfora desde que el sacerdote Ezequiel aseguraba que se comía las palabras de Yahvé como si fueran boquerones del río Quebar, en tierra de los caldeos, allá por el año 593 a. de C. «Abre la boca y come lo que te presento», dice la Biblia. Y Ezequiel, todo obediente, se tragó el papiro. Y lo mismo conminaría un ángel a Juan, el evangelista: «Toma y cómelo (el libro) y amargará tu vientre, mas en tu boca será dulce como la miel».
En un plano más animista pero no mucho más que el de estos personajes bíblicos, ya existieron tribus que se comían cualquier marranada, digo manuscrito, papiro, documento, y, con el tiempo, libros. Los llamaron bibliófagos. Consideraban que, al tragarse tales papeles, su contenido pasaba por ósmosis a sus cerebros y, mucho más, a sus almas, las cuales, a partir de dicho trasvase, entraban en coma y en relación transcendental con su bazo, sobre todo, si acompañaban la ingesta del papel con alucinógenos, que era lo más habitual.
La afición comelibros nunca se aminoró, y así, en 1783 Francis Emmerick Treveyland creó el Book Eater's Club, club de comedores de libros, cofradía de una elite que, por lo que se sabe, no se comía cualquier fritanga libresca. Los libros que se comían, una vez cocinados, tenían que tener, además de contenidos sublimes, buena presencia. Por ejemplo, a Don Quijote de la Mancha se lo comieron en dos ocasiones, dos ediciones espléndidas según cuentan en sus memorias. Y no consta que sufrieran diarreas a posteriori. Ignoramos qué les habría sucedido caso de haber ingerido algún libro de Goytisolo o de Muñoz Molina.
Es verdad que se hacen analogías entre leer y comer, pero no se cae en la deliciosa tentación bromatológica de indicar a qué tipo de comida recuerda un autor o una de sus novelas. Y no se entiende bien esta dejación, porque la analogía gastronómica la entiende cualquiera, incluida la gente que lee sólo best sellers. Los críticos sobrados suelen recordar que un autor determinado recuerda al mejor Baroja o al más atrevido de los Truman Capote, pero no a un chuletón de buey, o a una buena merluza del Cantábrico, pescada, por supuesto, con anzuelo.
Hace años se decía que los relatos de Javier Tomeo sabían a croquetas. Se afirmaba con recochineo, pero, probablemente, fue la mejor alabanza que se hizo del escritor oscense. Mucho más que comparar su mundo literario, como así se hizo, con Thomas Bernhard y con Luis Buñuel. ¡Vas a comparar, tú, unas croquetas de langosta con una novela de Aramburu!
Si la comida te hace ser de un modo determinado, habría que concretar en qué se convierte alguien cuando come lo que come. Los gastrósofos del pasado sostenían que el consumo de carne generaba violencia en quienes la consumían. Tanto es así que ciertos jueces cachondos llegaron a considerar si dicha ingesta no podría considerarse como circunstancia atenuante a la hora de juzgar la violencia de algunos energúmenos que la pagaban rompiendo el costillar de sus congéneres. Igualmente, se dictaminó que el consumo exagerado de patatas producía tristeza y melancolía, o, mejor dicho, la aumentaba en quienes no podían comer otra cosa, que eran casi todos los pobres de solemnidad. Y, en época en que el bacalao no estaba al alcance de cualquier prima de riesgo, se sugería que su consumo producía idiocia, y para muestra ahí estaban las tribus del norte, que, bastaba con mirarles a la cara, para darse cuenta de que eran tontas perdidas.
Somos lo que comemos, pero nadie dice qué es lo que somos en verdad, en términos metafísicos, claro. Lamentablemente, está todavía sin concretar qué parte de nuestra esencia e identidad históricas se debe al consumo de huevos o de espárragos. ¿Está determinada la identidad de una sociedad por el tipo de alimentación que hace? ¿A qué efecto alimentario se debe, por ejemplo, el entusiasmo foral que ha padecido desde antiguo la sociedad navarra? ¿Al espárrago silvestre? ¿A la borraja? ¿Al pacharán?
Lo mismo cabría apuntar con las lecturas que hacemos. ¿Somos más inteligentes, o nos volvemos más listos si leemos novelas o ensayos de escritores listos e inteligentes? ¿Cómo podemos saber que una novela es inteligente si leemos para serlo? ¿Sólo siendo inteligentes podremos elegir lecturas inteligentes? ¿Y cómo sabré, en definitiva, si soy inteligente?
Si la Fundación Alimentación Saludable, incluida en la Sociedad Española de Dietética y Ciencias de la Alimentación (SEDCA), ha creado una calculadora nutricional on line, donde relaciona las propiedades nutricionales de más de 1.000 alimentos, indicando, además, datos importantes relacionados con su ingesta recomendada, ¿no sería ideal que en el consumo de libros existiera idéntica calculadora lectora? Si somos lo que leemos, se entenderá bien la necesidad de disponer de dicho artilugio. Podría orientarnos acerca del valor nutricional de las lecturas que hacemos. Saber con exactitud la cantidad de alfalfa espiritual -y que cada cual traduzca este término en los ítems que considere oportunos-, cuando consumimos un determinado libro o un determinado periódico, no es asunto baladí.
La Iglesia, que en esto también nos lleva una ventaja de siglos, para eso es madre y madrasta artera, ya elaboró en su día una especie de «calculadora nutricional lectora», que llamó «Índice de libros prohibidos», y que por estos lares circuló como «Novelistas malos y buenos», de Pablo Ladrón de Guevara, y, más tarde, como «Lecturas buenas y malas a la luz del dogma y de la moral», de Antonio Garmendia de Otaola, ambos jesuitas.
Incluso los partidos políticos deberían aprender. Si ya de por sí todos ellos instrumentan cualquier manifestación cultural, a nadie le extrañaría que propusieran un Plan Lector para que la gente se afianzara ideológicamente en las líneas marcadas por su dirección orgánica. Se trataría de un Plan Lector que, obviamente, tendría que estar formado por autores y títulos, del pasado y del presente, un catálogo de obligada lectura, no solamente para el militante, sino para el votante y el contrincante.
El problema podría surgir cuando se hiciera manifiesto que algunos partidos políticos, ideológicamente contrarios, propusieran idénticos autores y títulos de libros. Es posible que, entonces, la relación entre leer y ser entrara en crisis. O no. ¡Quién puede saberlo!