Pilar Zabala Artano Hermana de José Ignacio Zabala
Volver a empezar
Pilar Zabala escribe este artículo desde el dolor causado por la forma trágica en que el conflicto violento en Euskal Herria golpeó a su familia con la desaparición y muerte en acto de guerra sucia de su hermano Jose Ignacio. Pero su ánimo está muy lejos del deseo de perpetuar ese dolor. Muy al contrario, hace una llamada a todos los sectores, todos los agentes, todas las personas para abordar «la difícil tarea de construir una solución incluyente, desde los principios democráticos, acordada y respetada por todas y todos». Una vuelta a empezar colectiva en la que no existan exclusiones, trampas ni atajos.
Estoy convencida. Hay indicios latentes que nos invitan al optimismo. Se aprecia en los medios de comunicación, en la visita de los verificadores internacionales, en las declaraciones de cargos políticos con dispares sensibilidades: la sociedad vasca quiere y, lo que es más importante, parece estar preparada para dar pasos en el camino de la reconstrucción y reconciliación del tejido social, de la convivencia cotidiana entre vecinos de ideologías radicalmente opuestas. Dicha necesidad nace, posiblemente, de un sentimiento común y unificado de todas aquellas personas que directa o indirectamente hemos sufrido el impacto de la violencia (ya sea considerada para unos como conflicto político o reconocida por otros como terrorismo de ETA, incluso la de aquellos que aún niegan la existencia del terrorismo de Estado).
Tal vez no sea perjudicial, pero se nos está olvidando que durante mucho tiempo hemos vivido con temor e incertidumbre. En mi caso, a las detenciones de la Guardia Civil; y que nadie piense que tal vez tenía miedo por alguna acción ilegal cometida. Yo, que nunca he militado en ningún partido político, en ocasiones tampoco he acudido a manifestaciones legales o ilegales por temor a lo que pudiera pasar. Para mí, durante estos años ha sido inquietante, a la vez que desgarrador, comprobar que, entre todos esos datos de ciudadanos muertos que circulan en las listas de fallecidos a consecuencia del conflicto violento, siempre ha existido un número determinado de personas cuyos nombres ha interesado ocultar y, por supuesto, cuya investigación para esclarecer los hechos suele ir acompañada de todos esos mecanismos de los que dispone el Estado y su poder judicial para obstaculizar cualquier avance o encubrir la identificación de los culpables, normalmente agentes uniformados o no de la Policía Nacional, Guardia Civil o Policía vasca, a veces con la connivencia de las autoridades francesas. Muchos de los que hemos sufrido estas violaciones de derechos humanos no pudimos conocer los nombres y apellidos de los autores que asesinaron a nuestros familiares. Lo digo abiertamente, sin ambages, porque he padecido todas esas experiencias.
Pero no por haber vivido estos sucesos que han condicionado mi personalidad estoy ciega a otros sufrimientos, pues sé que también han compartido ese mismo sentimiento de miedo las personas que, por intentar defender sus ideas, han tenido que ver cómo tal vez sus mejores años los han tenido que compartir con individuos desconocidos que han protegido sus vidas para intentar evitar que otros se las arrebataran.
Podríamos hablar largo y tendido de otras tantas vulneraciones de derechos humanos ocurridas durante estos últimos 40 años: atentados, secuestros, detenciones policiales con aplicación de tortura, -incluso llegando a causar la muerte-, desapariciones forzadas, extorsiones, amenazas verbales o escritas, cartas-bomba, secuelas psicológicas, etcétera.
Y, por supuesto, de los funerales de los fallecidos a consecuencia de la violencia política, mal llamados muertos de un lado o de otro. Los muertos no son patrimonio de ningún partido político; de ser, son patrimonio de sus familiares o de todo el mundo. Sí, desgraciadamente, la historia de nuestro pueblo nos ha enseñado las diversas caras del sufrimiento, pero es hora de volver a empezar.
De empezar a caminar, pese a esas personas intencionadamente ajenas a garantizar los derechos del colectivo «contrario», que, ostentando cargos políticos, de presión y/o mediáticos, intentan engañar ocultando realidades que a ojos vista de la práctica totalidad de la ciudadanía son de credibilidad irrefutable. Y es que aún hoy es el día en el que tenemos que escuchar improperios por parte de aquéllos que se creen con mayor autoridad moral para juzgar y crear opinión, bien se trate de catedráticos de filosofía jubilados, de elementos anclados en el inmovilismo o de pseudoexpertos que pretenden seguir viviendo del affaire vasco.
Es por ello que, con toda humildad, me gustaría intentar abrir los ojos a tantas y tantas personas que de momento solo conocen o reconocen el sufrimiento de un lado de esta polarización del dolor. Les (os) planteo el siguiente ejercicio: que cada individuo en solitario, y sin ninguna influencia externa, se sitúe en un lugar cómodo, sin ruidos, y se pregunte sinceramente cuál podría ser el nexo de unión o punto de partida para comenzar a hablar con esa persona con la que siempre ha evitado hacerlo, porque su ideología política es opuesta o porque la considera responsable del dolor que le ha tocado vivir.
Una vez visualizada esa respuesta haría otra sugerencia. Después de tantos años de soledad, pensemos qué objetivo común en el ámbito de la pacificación nos une. Hay algo en lo que posiblemente creo todos coincidiremos: y es en la convicción de que nada puede reemplazar a los familiares muertos o reparar el dolor de las víctimas, pero debemos aprender a abordar tanto los impactos de la violencia en las personas directamente afectadas, como en nuestras actitudes y conductas sociales.
Además, en mi intento por aportar ideas o campos de actuación beneficiosos para todos los afectados por igual y para la sociedad en general, considero que sería conveniente desarrollar un proyecto de reconstrucción de las relaciones sociales fracturadas por la violencia, impulsado desde las instituciones, y que comenzara a aplicarse principalmente en la educación y, poco a poco, fuera extendiéndose a ayuntamientos, incluso al mundo laboral. Lo ideal sería conseguir un nuevo escenario para la paz y la reconstrucción de la convivencia, un anhelo creo que compartido por la mayoría social de este país.
Tenemos, en definitiva, una oportunidad única de vivir un nuevo ciclo, cuyo eje sea el respeto a los derechos humanos de todas las personas, incluso de los de aquellas que nos han generado tanto dolor. A ellas también se les debe respetar su dignidad humana, pues -estoy segura- tienen familiares que les quieren y que sufren por el dolor que causaron.
Mi petición, cómo no, se extiende también a políticos y agentes sociales. Unamos nuestras fuerzas. Creemos una memoria incluyente, objetiva, complementaria entre todas las posturas, que nos permita vivir un presente en paz, y un futuro donde nuestro pasado reciente sirva de aprendizaje y prevención para que no se repitan aquellos años oscuros, inhumanos, dolorosos, injustos, tristes.
Aunque los caminos para alcanzar estos objetivos comunes puedan verse desde diferentes perspectivas, debemos conseguir la colaboración de personas con amplia experiencia en el campo de la mediación y resolución de conflictos para que nos ayuden a sacar todo lo mejor que tenemos, que seguro que es mucho, y dejemos de lado lo que nos separa, para sentirnos personas de mayor calidad humana (sabiduría, flexibilidad y empatía), al objeto entender desde el respeto mutuo otras vivencias, otros sufrimientos, otras circunstancias e ideologías.
A pesar de que nos queda mucho camino por recorrer, me reitero en mi optimismo. Pienso que todos hemos aprendido la lección. Ahora que el final de la violencia se ha convertido en un hecho contrastado objetivamente, nos toca la difícil tarea de construir una solución incluyente, desde los principios democráticos, acordada y respetada por todas y todos. Lo digo a los cuatro vientos. Cada cual en su ámbito. Volvamos a empezar, sin exclusiones, sin trampas, sin atajos. Lo necesitamos. Nos lo merecemos.