CRÓNICA | NUEVO ESTRENO DE ALMODÓVAR
«Los amantes pasajeros» o la sublimación del petardeo
Pedro Almodóvar mantiene intacto su poder de convocatoria. Capaz de levantar adhesiones y rechazos a partes iguales, el cineasta presenta su último largometraje (con Javier Cámara, Raúl Arévalo y Carlos Areces al frente del reparto) en una intensa jornada de promoción y mitomanía.
Jaime IGLESIAS
Asistir a los rigores promocionales de un film de Almodóvar (pase de prensa, entrevistas, etc.), equivale a vivir en primera persona ese estado de paroxismo tan acentuado en el que nos hemos instalado. Partiendo de la premisa de que lo que más teme el ciudadano medio es desarrollar una opinión propia y de que lo más cómodo es instalarse en la trinchera (ya se sabe que la disidencia está penalizada y que las objeciones suelen interpretarse, absurdamente, como transfuguismo), el afrontar un largometraje que tiene más de «fenómeno social» que de película, no pone las cosas fáciles precisamente. De este modo, hablar de cine es difícil, incluso para los propios participantes en el filme.
Nos pasan a un set de entrevistas con Javier Cámara, Carlos Areces y Raúl Arévalo, los tres sobrecargos locazas que actúan de maestros de ceremonias en esa suerte de «spanish cabaret» que pretende ser «Los amantes pasajeros», la última película del realizador manchego, publicitada como un regreso a sus orígenes. La conversación empieza bien, hablando de los rigores que exige la sobreactuación como opción interpretativa: «Yo soy muy fan de Jim Carrey y creo que, como para todo, para sobreactuar hay que valer aunque yo en esta película pienso que estoy bastante contenido», comenta Areces mientras recuerda las indicaciones precisas que le dio el director: «Me dijo: `aborda este personaje pensando en la Chus Lampreave de mis primeras películas'».
La tendencia al pasote que se da en los actores de este filme la justifica Javier Cámara apelando a las pautas que les ofreció Almodóvar: «Aunque hubo un momento en que él mismo se asustó, viendo como sacábamos demasiada pluma, y nos obligó a bajar algo el tono». «La pluma es liberadora», concluye Raúl Arévalo -el más parco de los tres actores- en lo que podría ser un buen leit motiv para presentar la película. La mesura de Arévalo durante la entrevista es reflejo de lo que aconteció en el rodaje según sus compañeros: «Al tío se le veía ahí tan tranquilo, como si rodar con Almodóvar fuese la cosa más normal del mundo», comenta Areces, quien como Arévalo es la primera vez que trabaja a las órdenes del manchego. «Lo que pasa que vosotros sois muy mitómanos», contesta el aludido.
Más o menos a partir de ese momento, y agitada por una tropa de «informadores» a tiempo parcial que, desde la tribuna de sus respectivos blogs, ejercen de mitómanos con tanta o más fuerza que los propios entrevistados, la conversación se convierte en una suerte de peticiones del oyente: ¿Cuál es tu película favorita de Pedro?, ¿Qué se siente al ser chico Almodóvar? ¿Qué escena de sus otras películas creéis que tendría encaje en ésta? Las respuestas propician una suerte de charla de bar en la que los tres actores se sienten a sus anchas acometiendo, fuera de la pantalla, una prolongación de sus personajes en la película y se despachan con anécdotas jugosas pero triviales, como esa de que preparando el papel con profesionales de las tripulaciones de vuelo llegaron a conocer, a su pesar, los gestos que éstos intercambian ante una situación de emergencia: «El otro día mientras volaba atravesamos una zona de turbulencias y lo primero que hice fue mirar a la tripulación a ver qué cara ponían», comenta entre risas Raúl Arévalo.
Divertimento ligero
De la película poco más se habla. El hecho de que en las faenas promocionales el petardeo gane la partida al rigor tiene su lógica, en este caso, como proyección de lo que lo que ocurre en la propia película. Almodóvar ha insistido reiteradamente en el carácter de divertimento ligero que pretendía insuflar a «Los amantes pasajeros» y, quizá, la decepción venga por ahí, ya que ni resulta divertida ni ligera. Y no lo es porque (como viene ocurriendo con las últimas obras del realizador), la película adolece de rigor y, en cambio, está imbuida de autocomplacencia.
Desde hace algunos años Almodóvar emprendió un camino, a priori interesante, pero del que no termina de salir bien librado: el de concentrarse en la sublimación de las formas prescindiendo del naturalismo en los contenidos. De la combinación de ambos órdenes surgieron antaño sus películas más logradas. Sin embargo, esa tendencia al formalismo resulta fatal cuando se aplica sobre las reglas de un género como la comedia, que exige mucho más que otros y donde la simple acumulación de gags verbales (por lo demás en un registro bastante chabacano, más próximo a la sala de fiestas que al cabaret) no garantiza nada. La comedia exige, en primer lugar, sinceridad y eso casa mal con los anhelos del Almodóvar más reciente, tan tendente a manejarse en el puro artificio. En ese sentido, el melodrama, el noir o el horror le han permitido opciones de representación más interesantes, aun en sus imperfecciones, que el humor en «Los amantes pasajeros», donde lejos de atesorar frescura resulta afectado de una vulgaridad rancia y ramplona. Al final no hay comedia (pues tampoco hay situaciones que hagan avanzar el relato) sino una sublimación del petardeo más banal.