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Iñaki Egaña | Historiador

Modelo bolivariano en casa

A partir de la Revolución cubana y su modelo de asalto al poder desde el foco guerrillero de Sierra Maestra, los procesos políticos latinoamericanos se multiplicaron como champiñones. La negativa yanqui a aceptar la llegada de fuerzas progresistas al poder a través de las urnas, encarnada en el golpe de Estado contra Salvador Allende en 1973, fortaleció la opción política de la guerrilla.

La vía de los pueblos en armas, tal como la identificó Marta Harnecker, venía precedida de todo el acopio de las luchas de liberación, los movimientos contra la metrópoli que se dieron fundamentalmente en África y Asia, todos ellos violentos. Los centros metropolitanos europeos bañaron con sangre la independencia de medio mundo. Antes la muerte que la libertad.

Las vanguardias políticas de aquellos estados, en Argentina, Brasil, Uruguay, Chile incluso, tomaron también las armas. Aquello fortaleció, en casa, la posición de ETA, que había visto completar su necesidad histórica con un fuerte componente propio, la guerra de 1936 y el sacrificio de gudaris y milicianos, y otro externo: las teorías de Truong Ching y en especial de Mao Zedong en el camino hacia la liberación.

El triunfo guerrillero sandinista y la apuesta decidida de Washington a intervenir drásticamente en los estados no afines, Grenada y Panamá fueron los paradigmas, aventaron más aún la vida insurreccional. Hasta algunos pueblos indígenas se acordaron de las vías abiertas por sus antepasados 500 años antes y se lanzaron al monte.

Se produjo, sin embargo, un corte de gran calado. Las guerrillas eran, como había apuntado en la «Guerra de la pulga» Robert Traber, instrumentos para «no perder», incapaces por lo general de ganar. Así era. Los fracasos, si se puede hablar en estos términos cuando es obvio que el objetivo es el camino emprendido, no tanto las conclusiones, se repartían en varios continentes. Pero había que ganar.

Alguna excepción a esta apuesta, la histórica de Vietnam y otras ya lejos del hilo clásico, como la de Afganistán en 1992. El Muro había caído en 1989, pero antes otro mayor se había erigido gracias a la parcialidad de Moscú. Por sus campos de entrenamiento de Odessa pasaban únicamente los futuros guerrilleros de proyectos susceptibles de presentar interés a su estrategia económico-militar local y mundial. Por eso ETA nunca estuvo entre las elegidas.

En 1981 caí por Nicaragua, cuando era joven y al poco de la Revolución sandinista. La casualidad me deparó un entorno europeo en un enclave centroamericano. Alemanes, escandinavos y algún italiano, junto a dos vascos, compartimos tertulias sobre modelos políticos. La mayoría tenía recetas, algunas de las cuales había que cumplir de inmediato para que el Frente Sandinista tuviera la aureola revolucionaria. Yo, que llegaba a aprender, me encontré en un entorno agresivamente de maestros, eurocentrista. El fracaso made in Europa: consejos tengo para mí no tengo.

La huida fue inmediata. Pero me dejó un poso avizor. Los europeos podemos ser tremendamente repelentes en cuestiones de dialéctica política. Habíamos saqueado durante siglos, y aquí nadie puede mirar a otro lado porque el bienestar actual es producto de la rapiña sostenida anterior y actual, y lo seguíamos haciendo, aunque fuera en aspectos menos tangibles, como la imposición ideológica. De siempre he compartido una máxima: primero hay que edificar la propia casa y luego ayudar en la de los demás.

El FSLN nicaragüense perdió en pugna electoral, todos sabemos en qué condiciones, pero ello no quita peso a los problemas internos que arrastró, entre ellos el de la corrupción, y, por contra, el Farabundo Martí que a punto estuvo con su asalto final de tomar los centro de poder de San Salvador, logró a través de las urnas el triunfo que las armas no cedieron. Sé que es una lectura demasiado simplista y que la decencia y la reputación insurgente fueron un plus a su candidatura electoral. Tal y como el prestigio de la lucha armada del MK abrió las puertas a la victoria del ACN sudafricano.

En Bolivia, en Brasil, en Uruguay, en Nicaragua de nuevo, en Ecuador, en Argentina los antiguos combatientes de montaña, algo más que una inmensa estepa verde como diría Omar Cabezas, llegaban para controlar los resortes de su nación a través de las urnas. Algo impensable, únicamente en su concepción unos años atrás. Incluso ideológicamente inasumible. Más aún, cuando el M-19 dejó las armas y se presentó a las elecciones en Colombia, todos sus dirigentes, que abandonaron la selva para llegar a Bogotá, fueron ejecutados. Lenin había escrito sobre la violencia revolucionaria y nos había avisado del terror del capital.

De estas fuentes bebíamos en casa, en Euskal Herria.

Pero el mundo cambió. En Europa surgieron decenas de nuevos estados, por vías violentas algunos (Balcanes), inasumibles en cualquier caso en nuestro entorno. La mayoría, sin embargo, por vías pacíficas, sin señalar por ello que el proceso lo fuera. Los atentados fundamentalistas de setiembre de 2001 vinieron a mostrar un escenario mundial radicalmente distinto, abierto ya una década antes con la descomposición del bloque soviético.

En estas, llegó Hugo Chávez y su Movimiento Bolivariano. Intentó el golpe de Estado, fracasó y las urnas se hicieron eco de su propuesta, otorgándole la victoria en 1998. Por tomar perspectiva, en casa acabamos de presentar el Acuerdo de Lizarra-Garazi, y ETA anunciaba la tregua más larga, hasta entonces, de su historia.

En 2002, con la revolución bolivariana incipiente, Chávez hizo lo que jamás se había atrevido otro presidente venezolano: extraditar a la España de Aznar refugiados vascos. Se lo afeó, públicamente, la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 2005. Sufrió, en las misma fechas, el golpe de EEUU promovido por Madrid y Washington y aplaudido fervientemente por el PNV. Comenzaba el enfrentamiento abierto de las clases dominantes con Chávez.

Reconozco que mis primeras impresiones sobre Chávez no fueron las mismas que tengo hoy. Pero reduje el comentario al círculo íntimo de amigos. Recordé Managua-1981 y la eterna impostura de los europeos con nuestra machacona manía de considerarnos poseedores de un sexto sentido, el de la petulancia política.

La trayectoria de Chávez ha sido espectacular. Nos quedamos en las cifras, en la sanidad, en la vivienda, en la descatalogación anual de cientos de miles de antiguos pobres, en el reparto, en la solidaridad, en la defensa de la patria. Un camino muy unido a Cuba y a su proceso material, ese que a los del Primer Mundo parece no importarnos en demasía, cuando tenemos el estómago atiborrado incluso en épocas adversas, por eso de las políticas sociales que han ido forjando las luchas de nuestros antepasados. Hablamos de Venezuela, país saqueado durante siglos.

Destacaría, por encima, una a la que algún día habrá que dar la relevancia merecida, por la cercanía que nos toca. Tradicionalmente hemos gestionado nuestro bagaje ideológico a partir de los clásicos marxistas, anticolonialistas, librepensadores, guerrilleros y críticos al sistema. Desde Gramsci, hasta Fanon pasando por Amin y concluyendo, como ahora, en Zizek. Sin la mochila armada, en cambio, los modelos se reducen. Chávez y Venezuela han aportado gran parte de las enseñanzas que hoy recogemos.

Me refiero precisamente a esos tres pilares de la lucha que anuncia la izquierda abertzale: la institucional, la de masas y la ideológica. Tres pilares que recién se notifican en los nuevos balances estratégicos y que, en Venezuela, de la mano de Hugo Chávez, tienen un recorrido pragmático en la última década, de muchos quilates. Esta es, según mi opinión, la aportación clave del Movimiento Bolivariano al proyecto vasco: la definición de un cuerpo que hasta entonces la misma lo tenía deslavazado. Quizás, y más de uno me lo achacará, se trata de algo menor dentro de una dimensión universal. Es cierto. Chávez rompió una tendencia histórica de sumisión, y mandó un mensaje de esperanza a miles de cuadros que trabajan por una sociedad igualitaria en todo el mundo, en especial en Latinoamérica. Resolvió o abrió las vías para hacerlo, el desasosiego de millones de personas: vivienda, alimentación y recursos a través del Estado.

Hoy, por ello, recogemos la tristeza de la pérdida. He trazado en este artículo, unas líneas que de Managua concluyen en Caracas. Por ello acudo a Carlos Fonseca, mentor del Frente Sandinista: «En la discusión interna cada uno debería de tener presente que lo que conviene a los intereses del movimiento, de la clase, de la nación es convencer y no vencer a la otra parte». Y Chávez nos convenció.

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