Liderar, marcar horizonte, revertir la tendencia y afianzar el cambio democráticamente
Uno de los efectos más interesantes de la reacción global a la muerte de Hugo Chávez es la postura de los denominados países emergentes. Dentro de su inabarcable diversidad -que va de Brasil a India, de Rusia a China, pasando por decenas de países en proceso de transformación-, las alabanzas a Chávez y a su proyecto político son un claro reflejo del profundo cambio que está ocurriendo a nivel mundial. La tradicional hegemonía de Occidente, liderado por el eje atlántico y arropado por todo un mundo en clave subalterna, está en franca decadencia y sin una estrategia clara. Varias décadas de neoliberalismo rampante y de soberbia post-soviética han llevado al sistema capitalista a una crisis de carácter fatal.
No obstante, el poder acumulado y el hecho de que las alternativas no se estén desarrollando en el centro sino en la periferia del sistema, les permite por ahora retrasar la debacle. En las clases dirigentes occidentales conviven dos visiones contrapuestas. Por un lado, están quienes defienden la opción de ceder un ápice para sostener el grueso, al más puro estilo del New Deal del pasado siglo. Por otro, la agenda la marcan quienes desean apretar al máximo para subyugar definitivamente, una suerte de gorilismo del siglo XXI. Ambas visiones comparten un elemento: el miedo a un cambio estructural, un cambio que tiene en el bolivarianismo propugnado por Chávez un proyecto, una agenda y una fórmula que se ha demostrado efectiva y exportable. Luismi Uharte resumía esa fórmula brillantemente: «[Chávez] ha aumentado la conciencia política e ideológica de las masas, sobre todo para instaurar una nueva cultura política que se sustenta en la siguiente ecuación: Estado social, soberanía nacional y participación popular». A eso hay que sumarle la capacidad para tejer alianzas regionales e internacionales -a veces eclécticas-, la importancia del internacionalismo y la solidaridad, la utilización de los recursos económicos y legales para dar pasos cualitativos, la batalla de las ideas y la lucha constante por la legitimidad, el despliegue del poder simbólico de las utopías y la revolución... Todo ello bajo la idea general del socialismo.
Transformación utópica y efectiva en el s. XXI
El del siglo XXI es un socialismo que no casa con una lectura rigorista de algunos de los textos originarios y de experiencias pasadas en esa tradición. Hoy por hoy Venezuela está aún lejos de haber terminado con las clases sociales, los cambios se han dado dentro del parlamentarismo y el Estado de Derecho -reforma constitucional incluida-, se han nacionalizado empresas en sectores claves pero sin neutralizar el libre mercado, el Estado se ha fortalecido y el elemento nacional, patriótico si se prefiere, es central... Alguien, malévolamente, podría caracterizar todo ello como propio de la «socialdemocracia del siglo XIX». Resulta evidente que no es así, en tanto en cuanto el bolivarianismo ha supuesto ya una revolución en toda regla -los datos así lo demuestran- y una senda aún por transitar, ni mucho menos un estadio final.
La apuesta por afianzar los cambios con amplias mayorías sociales que refrenden constantemente la dirección marcada vía sufragio es consustancial a este proyecto. Afianzar el cambio democráticamente es sinónimo de establecer nuevas hegemonías que conjuguen lo social y lo político, lo nacional y lo regional, lo local y lo global dentro de la senda hacia el socialismo. Porque ser revolucionario no consiste en dramatizar un guión ya escrito, sino en escribir la historia en base a los principios comunes de igualdad, justicia, democracia y paz, en un contexto geopolítico e histórico determinado, dentro de una tradición política que bebe de la lucha de miles y miles de personas a lo largo del tiempo y a lo ancho del mundo. No hay tarro de las esencias capaz de recoger esa herencia, ni guardián legitimado para juzgar a un pueblo que decide en libertad.
Hay que construir una alternativa propia
Todas las características mencionadas del proceso bolivariano, su fórmula entendida dialéctica y dinámicamente, contienen profundas lecciones para quienes, en nuestro entorno, luchan desde las instituciones y desde las calles, desde el contrapoder, por un cambio político, económico, social y cultural en clave popular. Sin embargo, la izquierda europea no puede permitirse el lujo de ser parasitariamente revolucionaria. Los revolucionarios europeos no pueden vivir de símbolos ajenos; no puede alimentarse solo de utopías que cabalgan en paralelo a su contexto, a distancias oceánicas; no puede seguir solo a líderes forjados en luchas lejanas, elegidos en pueblos amigos en lo político pero distantes en lo geográfico; no deben fiar su suerte a alianzas a las que no pueden acceder.
Precisamente, la decadencia del sistema y sus guardianes es una de las palancas más fuertes para el cambio en nuestro contexto. Un repaso del periódico muestra esa decadencia en todo su esplendor: corruptelas y privilegios (desde las dietas de la CAN hasta los contratos blindados de Bidegi) a los que pretenden agarrarse la clase dominante. Su miedo al cambio se verá confirmado si se les contrapone un liderazgo que sea capaz de ofrecer una visión a la vez utópica y efectiva de cambio, algo que habrá que lograr paso a paso y forjando amplias mayorías.