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Análisis | Geopolítica vaticana

Un papa en el patio trasero

El autor, habitual colaborador de GARA, hace un repaso de los antecedentes en cuanto a las relaciones de antecesores de Francisco como Pío XII y Juan Pablo II en asuntos terrenales -en el peor sentido del término- para advertir del alcance geopolítico de la elección del cardenal argentino Jorge Bergoglio como nuevo Papa. Una elección en plena «afirmación de Sudamérica como un polo de poder en un mundo cada vez más caótico».

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Raúl Zibechi Periodista uruguayo,

La jerarquía del Vaticano posó sus ojos en América del Sur, la región donde combatió a muerte (textualmente) a los teólogos de liberación. Alineada con los poderosos, lo que no le impide hacer guiños populistas hacia los pobres, está a punto de tomar posición ante la integración regional y los gobiernos progresistas.

«Lo peor que podría pasarle a Sudamérica sería la elección de un papa de aquí», escribía el periodista Martin Granovsky horas antes de que los cardenales ungieran a Jorge Bergoglio para ocupar el sillón de Pedro. En la medida que los progresistas han sido barridos de las jerarquías eclesiales, si el nuevo pontífice fuera sudamericano, especulaba el periodista, no sería «un estímulo para los cambios que se producen en los dos grandes países de Sudamérica desde 2003» («Página 12», 13 de marzo de 2013).

Pocas cosas hay más terrenales que el gobierno de la iglesia católica. Muchas páginas se han escrito sobre las estrechas relaciones del Vaticano con el fascismo y el nazismo, con el régimen de Francisco Franco, sobre sus millonarias inversiones en negocios turbios, por no decir mafiosos, de la ligazón de algunos de sus más encumbrados jerarcas con la Logia P-2, y del cogobierno de facto que ejercieron con la última dictadura militar argentina.

Existe una geopolítica vaticana que no ha sido enunciada, que no cuenta con encíclicas que la avalen, pero que se puede rastrear por su actuación en algunos momentos decisivos de la historia. En se sentido, existen datos suficientes que confirman la intervención vaticana en la misma dirección que lo hacían los poderosos del mundo. La elección de Bergoglio tiene un tufillo de intervención en los asuntos mundanos de los sudamericanos, a favor de que el patio trasero continúe en la esfera de influencia de Washington y apostando contra la integración regional.

Antecedentes no faltan: en la década de 1950 la actitud del Vaticano hacia el régimen de Franco coincidió, con notable exactitud, con la apertura de Washington hacia el dictador; en la década de 1980, los intereses de la superpotencia en una Centroamérica sacudida por guerras internas fueron acompañados y acompasados por la diplomacia vaticana, con notable sincronía.

Pio XII, el anticomunista

Es ya un lugar común recordar la profesión de fe democrática del Vaticano cuando agonizaba el régimen fascista de Benito Mussolini, al que Pío XI había dado su bendición (animando a los católicos italianos a votarlo en 1929) al señalar que fue «un hombre enviado a nosotros por la Providencia».

Su sucesor, Pío XII, el papa de la guerra fría, profundizó el anticomunismo y defendió la excomunión de los católicos que votaran por los comunistas. Lo más notable de ese período es el profundo viraje del Vaticano hacia la potencia hegemónica que nació con el fin de la Segunda Guerra Mundial. Viraje y convergencia que tienen en el año 1953 un nudo más que simbólico.

El triunfo de Franco en la guerra civil española, con el apoyo de las fuerzas armadas de Mussolini y de Adolfo Hitler, provocó un agudo aislamiento de España luego de la derrota del Eje en 1945.

La posguerra española fue particularmente penosa para su población ya que ese aislamiento la dejó fuera del Plan Marshall con el que Estados Unidos lubricó, con miles de millones de dólares, la recuperación de la devastada Europa.

Pero la península ibérica es un espacio geopolítico decisivo para el control del Mediterráneo y del norte de África, ya que el Estrecho de Gibraltar es la puerta de entrada a dos continentes.

El desmoronamiento de las potencias coloniales en Asia y África, que detonó la guerra de Argelia desde 1954, sumada a la tradicional independencia de Francia que bajo la influencia de Charles de Gaulle tomó distancias de a política militar de Estados Unidos, llevó a Washington a buscar un acercamiento con la dictadura de Franco.

En 1953 se firmaron convenios hispano-estadounideses que diseñaron una alianza militar que se plasmó en la instalación de tres bases militares en Rota, Morón y Torrejón de Ardoz. En 1955 España ingresó en la Naciones Unidas y en 1959 el presidente Dwight Eisenhower visitó a Franco para afianzar las relaciones. A cambio, España recibió ayuda económica y el apoyo para salir de su aislamiento internacional.

El mismo año, 1953, el Vaticano puso su granito de arena para ayudar al régimen a superar su aislamiento. Pío XII firmó un concordato con Franco que daba base jurídica al llamado nacional-catolicismo, la ideología del régimen peninsular que de hecho lo legitimaba ante los católicos del mundo. Esta convergencia de acciones entre la máxima autoridad católica y el nuevo hegemón global habría de ser moneda corriente en los años siguientes, de modo muy particular en América Latina.

Juan Pablo II, la guerra contra el sandinismo

En 1983 Juan Pablo II realizó una gira por Centroamérica, cuando en la región arreciaban guerras de alta intensidad entre regímenes dictatoriales aliados de Washington y fuerzas sociales y políticas de izquierda.

En Guatemala el régimen de Efraín Ríos Montt perpetró esos mismos años un gigantesco genocidio contra la población indígena y en El Salvador los escuadrones de la muerte de la ultraderecha asesinaban opositores, entre ellos al arzobispo de San Salvador monseñor Óscar Arnulfo Romero.

En Nicaragua gobernaba el sandinismo desde el triunfo de la revolución en 1979, duramente acosada por los Estados Unidos que financiaban bandas terroristas, conocidas como la contra, para desestabilizar al gobierno. En Guatemala el papa se reunió con el dictador genocida que pocas horas antes de su llegada había mandado fusilar a cinco guatemaltecos y un hondureño. En El Salvador también se reunió con los gobernantes, aunque fue a rezar a la tumba de Romero. Sin embargo, sus palabras más duras no estuvieron dirigidas a los asesinos sino a los sacerdotes de la teología de la liberación. «No vale la pena dar la vida por una ideología, por un evangelio mutilado, por una opción partidista», dijo en clara alusión a algunos sacerdotes que se habían enrolado en la oposición.

En todas sus vistas, estuvo también en Honduras y Costa Rica, entre otros países, habló a favor de la paz. Menos en Nicaragua. El país estaba conmovido por la primera acción importante de la contra que asesinó a 17 jóvenes. Por el contrario, la imagen del papa Juan Pablo II reprochando a Ernesto Cardenal por ser ministro del gobierno sandinista, arrodillado frente a su santidad en señal de respeto, dio la vuelta al mundo y se ha inscrito en el imaginario de muchos cristianos latinoamericanos.

Ernesto Cardenal consideró que Juan Pablo II «lo que menos quería era una revolución apoyada masivamente por los cristianos como la nuestra, en un país cristiano, y por lo tanto una revolución muy popular. Y lo peor de todo para él era sin duda que fuera una revolución con sacerdotes».

La misa campal fue un desastre. El papa se permitió criticar al sandinismo abiertamente y los asistentes, se estima que había medio millón de personas, lo terminaron abucheando. «El pueblo le faltó el respeto al Papa, es verdad, pero es que antes el Papa le había faltado el respeto al pueblo», escribió luego Cardenal quien enfatizo que se negó a condenar los crímenes de la contra.

En Centroamérica volvieron a coincidir las estrategias del Pentágono y del Vaticano, punto por punto, lugar por lugar. Mención especial merece la convergencia de intereses contra el clero progresista y de izquierda. El Documento Santa Fe I, emitido en mayo de 1980 por un think tank ultraderechista dirigido a influenciar en la presidencia de Ronald Reagan, tiene entre sus principales propuestas atacar a la teología de la liberación. «La política exterior de Estados Unidos debe comenzar a enfrentar (y no simplemente a reaccionar con posterioridad) la teología de la liberación».

Geopolítica regional

La elección de un papa latinoamericano puede ser interpretada, desde un punto de vista geopolítico, como reflejo del ascenso de las potencias emergentes y de la consolidación del papel de la región sudamericana en el mundo. Sin embargo, el nuevo pontificado tiende a reforzar la política de los Estados Unidos en la región, parece destinado a colocar un palo en la rueda de la integración regional y aislar así a Brasil y a Venezuela.

Lo que está en juego en la región, lo que habrá de marcar su futuro, no es el destino de los curas pederastas, ni la permanente disminución de la cantidad de católicos, ni el matrimonio igualitario ni el aborto, sino la afirmación de Sudamérica como un polo de poder en un mundo cada vez más caótico. Eso pasa, inevitablemente, por una integración orientada por Brasil en base a dos alianzas estratégicas decisivas con Argentina y Venezuela.

El capital transnacional hizo su apuesta hace tiempo por la desestabilización de Argentina, objetivo compartido por la Casa Blanca. En este caso no se trata del petróleo como sucede con Venezuela, sino de una lectura correcta por parte del poder estadounidense de los objetivos trazados por Brasil para la integración regional. El punto neurálgico, como señala el diplomático Samuel Pinheiro Guimaraes en su libro «Desafíos brasileiros na era dos gigantes», es la alianza entre los dos principales países de la región, porque juntos tienen la capacidad de arrastrar al resto y de neutralizar las injerencias externas.

Ese punto lo ha comprendido el presidente José Mujica, quien ha hecho esfuerzos por alinear al Uruguay en la alianza que hoy encarna el Mercosur. También la entendió la derecha argentina que echó las campanas al vuelo y pronostica que el papel de Bergoglio en la región será similar al de Juan Pablo II en la caída del comunismo. «El impacto que tiene para un país que un conciudadano sea elegido sumo pontífice no requiere demostración. Basta recordar lo que significó la coronación de Karol Wojtyla para Polonia y, en general, para el socialismo real. Un tsunami», escribió en «La Nación» el columnista Carlos Pagni, un ultraderechista que fue acusado por la Delegación Argentina de Asociaciones Israelitas (DAIA) de representar «una clara expresión antisemita asociable a la peor tradición del nazismo» a raíz de un artículo en el que aludía a la descendencia judía de un alto funcionario gubernamental.

El nuevo papa está en condiciones de darle a la derecha argentina la legitimidad popular e institucional que nunca tuvo, en un momento decisivo para la región, cuando la última apuesta de Washington para recuperar protagonismo, la Alianza del Pacífico, naufraga sin rumbo. Su pontificado no incidirá sólo en su país natal; aspira a influir en toda la región. Uno de los primeros viajes de Francisco será a Brasil en julio, pero puede convertirse en una gira regional. Será el momento de aquilatar la estrategia vaticana en este período de transición hegemónica.

© ALAI AMLATINA

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