Raimundo Fitero
Mi casa
La tarde del sábado tuve una premonición pasiva y pensando que iba a ser beneficiado con algún sorteo me puse a ver en el canal Divinity un programa que me ayudó mucho a distribuir parte del supuesto premio que iba a recibir si el azar estaba jugando a mi favor. El programa debe estar patrocinado a medias por alguna cadena de tiendas para remodelar hogares y alguna inmobiliaria, porque se trata de que una familia, siempre, es una familia, con varios hijos, siempre deben tener varios hijos en crecimiento y a ser posible rozando la adolescencia, sienten que la casa que habitan se les ha quedado pequeña, o tiene algún problema o simplemente han decidido elevar su confort.
Este es el primer paso, después aparecen dos protagonistas, la decoradora de interiores y un agente inmobiliario. La cuestión es que estos dos polos o posibilidades del mercado pelean, luchan, compiten por ver si la familia al final del proceso prefiere cambiarse de casa o con las reformas emprendidas y realizadas, «la aman» y se quedan. Hay que señalar que se trata de un programa original de los USA, por lo que estamos hablando de un estándar de vida, es decir, de una ideología que se nos impone machaconamente en series, películas y demás productos publicitarios yanquis.
Las casas a remodelar o cambiar, tienen todo lo que está en el imaginario de la clase media, jardín, salón, cocina, garaje y dormitorios varios. Los guionistas hacen ver siempre que una parte de la pareja quiere remodelación y no moverse y la otra lo contrario. Durante el proceso hay desencuentros tanto con el agente inmobiliario como con la reformadora, porque ambos trabajan con unos objetivos marcados por la pareja en cuanto a habitaciones, localización, cuartos de baño y un largo etcétera. Y un presupuesto.
En este punto me quedé enganchado: en los cuatro casos visionados, el precio ronda el medio millón de dólares. Y una reforma cuesta cincuenta mil dólares. Algo no cuadra. Mi casa ideal aparece y me la quitan. Y las reformas son mágicas. Lo que me gusta es que los dos conductores acaban siempre tomando una copa en unos salones fantásticos de sus domicilios. Funciona el negocio.