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Iñaki Egaña | Historiador

Mentiras tolerables

El general José Antonio Sáenz de Santa María, que murió ahora hace una década, ha pasado a la historia española como uno de los pocos militares que han apoyado al actual sistema político, surgido a la muerte del dictador. Sáenz de Santa Maria fue falangista voluntario, participó en los juicios-farsa del primer franquismo, que llevaron a la muerte entre otros al poeta Lauaxeta, y comenzó a forjar su carrera en Asturias, su patria chica. La Academia de la historia oficial lo tilda de gran demócrata.

Contaba el general imputado por su participación en el GAL que el Ejército le abrió las puertas para acabar con el maquis que, como es sabido, se movía entre Asturias y León. Y refería Sáenz de Santa Maria que, en aquella época, los norteamericanos, principales aliados de Franco, estaban experimentando una droga llamada pentotal (el suero de la verdad) que aplicaban a los detenidos.

A partir de aquel descubrimiento, que Washington exportó a Madrid, a todos los detenidos bajo sospecha de colaborar con el maquis, les fue aplicado el pentotal. De manera sistemática. Lo que, a la postre, fue el arma secreta mejor guardada, la que concluyó con la última resistencia antifranquista. El suero de la verdad permitió a la Guardia Civil conocer en poco tiempo los movimientos de abastecimiento e infraestructura de la guerrilla, preparar emboscadas y eliminar físicamente a los resistentes. Ejecuciones extrajudiciales, sin proceso alguno.

Cuando Sáenz de Santa María relataba en sus memorias lo sucedido, se jactaba de la inocencia del maquis y de su romanticismo bélico para adjetivarlos posteriormente de ladrones, bandoleros y criminales. En contraposición a los de ETA, que también eran criminales, pero de románticos no tenían un pelo. Buscaban objetivos políticos, según el asturiano. Y sobre el uso del suero de la verdad, el general frivolizaba a la manera de un militar bananero: «El uso del pentotal fue un avance porque nos evitaba tener que torturar a los detenidos». Dos excesos en la misma frase.

Más recientemente, el papa Wojtyla condenó a muerte a los pecadores, pero también a los súbditos directos propios que no siguieron sus directrices. En la guerra del Salvador, y como es de sobra conocido, Monseñor Romero pidió consejo e implicación a Wojtyla para que frenara los desmanes y crímenes del Ejército. El jefe del Vaticano le contestó en público, señalándole que dejara de hacer «política» y se dedicara a su rebaño. Le estiró de las orejas delante de las cámaras y selló su sentencia a muerte. Unas semanas después, los escuadrones de la muerte de ese Ejército se tomaban venganza, espoleados por la omerta vaticana. Romero, junto a sus colaboradores, fue ejecutado.

Sin embargo, el papa ha entrado en proceso de beatificación, obviamente después de muerto, porque sanó a una monja francesa con Parkinson. Los médicos dijeron que se trataba de un falso diagnostico, pero ya sabemos que la ciencia y la Iglesia están reñidas. Wojtyla fue un jefe de Estado dictatorial, integrista, al modo que necesitaba en su época el capitalismo en los estertores de la Guerra Fría. Aquello cayó al olvido y hoy nos elevan a santo su trabajo sucio. No importa lo que hagas sino cómo se escribe tu biografía.

Aquellos recuerdos me han aflorado con el nombramiento del argentino Bergoglio. Azote de los curas progres, simpatizante de la dictadura militar argentina, tuvo el mismo tic que el polaco: zapatero a tus zapatos. La política para los profesionales que es como decir para los corruptos, los empresarios y los «milikos». Bergoglio vació todas las barriadas pobres de sacerdotes. Por si la pobreza contaminaba el espíritu.

Poco importa su trayectoria. A pesar, incluso, que la decisión de su nombramiento haya estado tan politizada como en los tiempos de la Guerra Fría. Un jesuita, Bergoglio, que ha recibido la bendición de otro jesuita, John Brennan, actual director de la CIA. No hace falta pasar por Harvard University para percibir que la elección de Francisco I es una decisión estratégica de los dueños de nuestros destinos para poner una pica en un medio hostil, Latinoamérica. Para frenar proyectos emancipadores, participativos e incluso anticapitalistas.

La mentira, sin embargo, ha estado en la propia proclamación del nuevo jefe de Estado de El Vaticano. Apego a los pobres, aversión hacia los bienes materiales, neutralidad política... parte de una estrategia comunicativa en la que el mensaje se convierte en un fin en sí mismo. Sabemos muchos de eso, en la cercanía, donde un desbocado Egibar, por ejemplo, ha dejado en manos de viejos agentes anticomunistas su relación epistolar para con la izquierda abertzale.

Lenin decía que la verdad es siempre revolucionaria y, en esa línea, los más comprometidos con los cambios dejaron la impronta de la honestidad. En cualquier parte del mundo. Con esos mimbres, la credibilidad ha sido, gracias precisamente a esa honradez, uno de los aciertos más notables de la izquierda abertzale.

Hace poco, en el Foro Social de Euskal Herria, el profesor irlandés Colm Campbell mencionaba ciertos procesos de paz en los que se habían pactado, entre las partes, una serie de cuestiones. La verdad es que me sorprendió sobremanera un aspecto de su reflexión y, aunque ya han pasado unos cuantos días, sigo sin poder digerirla. Campbell se refería a unas «mentiras tolerables», algo así como las mentiras piadosas de los religiosos que evitaban el tratamiento de los asuntos más espinosos de un conflicto.

Desconozco el tratamiento a las mentiras tolerables en otros escenarios. Sé que la verdad es dolorosa en más de una ocasión. Campbell, o quizás otro de los presentes en el Foro, trajo a colación la amargura de una madre que descubrió que la muerte de su hijo no se debió a un enfrentamiento de la guerrilla con tropas regulares, sino a una ejecución por su supuesta infiltración. Que luego, por cierto, resultó falsa. Dolor por la verdad.

Pero Campbell iba más allá. Las mentiras tolerables, temporales, puede ser fuente de diversos relatos. No lo niego. El relato único, cuando a fin de cuentas la historia es en gran parte interpretación, sólo existe en los sistemas totalitarios. Pero no podemos enlazar ese tipo de mentiras coyunturales para cerrar viejos conflictos o, en otro caso, como punto de partida de comisiones que buscan, precisamente, la verdad.

¿Por qué, me preguntarán, vamos a ser los vascos más especiales?

Porque la mentira permanente, grande o pequeña, temporal o eterna, ha sido el referente de una de las partes del conflicto. La credibilidad ha sido, por contra, una de nuestras señas de identidad en cincuenta años y la farsa el apellido del enemigo, incluso me atrevería a decir que también del adversario político.

Personajes como Sáenz de Santa Maria dando lecciones de democracia desde el pedestal de la Benemérita, líderes supuestamente espirituales ofertando lecciones de humildad, banqueros putrefactos marcando las fronteras de lo opinable... el límite entre la verdad y la mentira, sea cual fuera la intensidad de cada una de ellas, es el límite entre la honradez y la corrupción, la raya que demarca la lucha por una sociedad igualitaria y otra en manos de unos pocos.

No quiero parecer un disidente cuando apelo a la verdad. Y si esa es la impresión, mucho se ha torcido el camino, aunque no creo que sea el caso. Sin embargo, quiero poner el acento en la trascendencia de estos detalles. Los he sufrido de cerca.

En los últimos meses, la corte de sumisos y dependientes del estado injusto de las cosas, ha puesto el grito en el cielo cuando, modestamente, he querido ubicar unos gramos de dudas en la trayectoria de héroes nacionales: Wellington, Graham, Napoleón, Castaños, Richard Ford... Fueron criminales, violadores, canallas que devastaron Donostia hace ahora 200 años. Entonces, la guerra y la alianza española exigió tapar su responsabilidad. Mentiras temporales.

Hoy, aquellas mentiras transitorias se han convertido en verdades absolutas, en la referencia del relato único. Por ello, con la lección aprendida en decenas de escenarios, debemos reivindicar la verdad. La credibilidad, a través de la verdad y transparencia es, en estos tiempos que llegan, una de nuestras armas más contundentes. Seamos, en este frente también, revolucionarios.

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